26 de diciembre de 2005

La Calcuta de «Nacidos en los burdeles», demasiado perversa para ignorarse.

El momento mágico llega durante una excursión a la playa en la que los niños descubren el placer de la arena, el viento salado y las olas por vez primera. Avijit, uno de ellos, toma un cubo y lo llena del líquido salino, que derrama con una mano mientras toma una fotografía con el caño en perspectiva y la playa en trasfondo.

Es parte de una película que ganó el honor de mejor documental en los premios Oscar y que encontré por casualidad, como siempre. Me interesé en ella porque leía, a sugerencia de un amigo, la novela «La canción de Kali» («Song of Kali») de Dan Simmons, que se desarrolla en Calcuta, ciudad que el narrador describe como uno de esos lugares que “son demasiado perversos para que se tolere su existencia”.

«Born into Brothels» (o «Nacidos en los burdeles»), como se llama el documental, es también otro testamento de esa Calcuta que necesitaba de la Madre Teresa, esa “miasma” de ciudad en la que se enredan los personajes de Simmons. La película se enfoca en el distrito de las luces rojas donde abunda la prostitución y la más fétida de las pobrezas. Entre esos callejones de maldición habitan niños y niñas que cohabitan con la corrupción.

Hasta allí llegó la fotógrafa Zana Briski, y luego del cineasta Ross Kauffman, a explorar una desesperanza más negra que un pantano -- descubriendo en ella, sin embargo, una posibilidad, aunque mínima y tardía, de redención por el arte.

Es un documental que recomiendo.

Briski cuenta que llegó a Calcuta a fotografiar a las mujeres de “la línea”, aquellas trabajadoras del sexo que se ponen sus mejores vestidos para pararse a la vera de los estrechos callejones, de manera que los hombres, adictos al sexo fácil, las usen a cambio de monedas. Los niños, sin embargo, hijos de esas esclavas de condición, conquistaron su corazón. Ella tomó un pequeño grupo y los habilitó de cámaras para que fotografiaran a Calcuta según la veían sus ojos. De ese encuentro con el arte --aunque ese arte represente una confrontación con la fealdad que les rodea y que cualquiera preferiría ignorar-- surge la posibilidad de que algunas de esas critaturas rompan sus vínculos a la maledicencia de la ciudad.

Avijit, el niño que describo en principios, es uno de esos que a pesar de sus condiciones de vida pésima, y el condicionamiento que ello representa, encuentra en los ángulos y perspectivas de la fotografía un sentido más amplio de la vida, que él mismo no comprende, pero que puede alterar su destino.

El documental dio origen a una organización sin fines de lucro, «Kids with Cameras», que busca el mismo enfoque en otros lugares abandonados del mundo.

Una y otra vez este filme nos muestra el impacto que una sola persona puede tener en otras vidas y el valor profundo de regalos inmateriales, como el despertar de la sensibilidad que otorga el arte, al mundo que nos rodea.

19 de noviembre de 2005

Los laberintos de Alberto Pancorbo, y el salto más allá del simple realismo

Alberto Pancorbo describe su estilo de pintura como “un realismo romántico y fantástico”, aunque yo diría que la imagen de una mujer que a la vez es puerta cerrada y hendidura de madera no es ni real ni romántica ni fantástica. Es, más bien, simbólica.

Cierto, los cuerpos que Pancorbo pinta parecen hechos de carnes, tendones, tejidos y huesos, pero ese fisicalismo no es más que un punto de partida para representar lo irrepresentable -- aquello que no se mira, pero ciertamente se ve.

Y como cualquier simbolismo, el lenguaje pictórico de Pancorbo es arbitrario. Contiene su propia gramática de formas y colores. Hay varios patrones en sus cuadros: la desnudez que hace a sus sujetos vulnerables; los laberintos que expresan la enajenación; los horizontes trastocados que aluden a un mundo inventado; las aves que delatan alguna suerte de espíritu; y las puertas que a veces aparecen cerradas, pero que como puertas al fin son susceptibles de abrirse.

Este ambiente enrarecido no es realidad, sino visión de un mundo en que el ser humano todavía no encuentra su lugar.

Él mismo lo dice en una breve semblanza que aparece en su sitio: “Un visitante al laberinto de la imaginación de Alberto Pancorbo es confrontado a cada vuelta con símbolos tanto antiguos como modernos. Aluden a la existencia humana, a la lucha, y frecuentemente, a la insensitividad humana hacia el mundo”.

Esa visión, o su contraste, es probablemente lo que me atrajo a sus pinturas y me llevó hasta el punto de involucrarme en una conversación con Pancorbo, un artista de nacionalidad española que reside en Miami. Y veo, en más de una manera, la relación entre la pintura y la literatura, entre el pincel y la pluma, entre la representación pictorial y el relato. También me llama esa literatura que tiene sus raíces en la realidad, pero que da el salto más allá del realismo para expresar certezas que necesitan el cuerpo del símbolo. Se trata, en realidad, de forjar una especie de mitología que comunique al ser humano de hoy su lugar en relación a los demás y al mundo en que vivimos.

Por eso me alegra sobremanera que Pancorbo, tal vez en un gesto de fe por ese mismo ser humano que pinta, me cediera el derecho a usar una de sus pinturas para presentar el libro de cuentos que en estos días se edita para pronta publicación. A pesar de la diferencia de medios, estamos unidos en esta conspiración de señalarnos quizás a sí mismos, por lo menos para comenzar, y recordarnos que respiramos, que tenemos un cuerpo y que la vida es un misterio por descubrir.


Para ver los laberintos de Pancorbo, entre a su sitio en http://www.albertopancorbo.com

24 de octubre de 2005

La época del push-button publishing.

Muchos de los grandes movimientos sociales (no me gusta la palabra revolución en este contexto) que surgieron de avances tecnológicos empezaron en silencio, entre algunos locos que vieron el potencial de algún sendero (tampoco me gusta esta palabra por el mal sentido que le dieron algunos locos marxistas) aún sin trillar. Porque es solamente en los senderos sin trillar que hay potencial.

Sucedió eso con la mecanización de tareas rutinarias, con la invención de aparatos para escribir (este es el inventito que quiero destacar como antecesor de los nuevos), con la transportación motorizada, con las telecomunicaciones y, recientemente, con el internet. Hace apenas diez años desde que irrumpió el internet, causó cierto furor, perdió un poco su brillo de novedad, y pasó a ser un medio más de los que ya existen para que nos comuniquemos, o nos incomuniquemos. Y a tan sólo una década, este medio (del que ya se apoderaron varias corporaciones para fines promocionales) se va transformando en otra cosa, con el advenimiento de mejorías simples en programación que permiten el uso a cualquier persona de alfabetización básica.

Me refiero a la evolución informática que se conoce como “push-button publishing” -- es decir, la publicación por botón. Es decir, que usted o yo escribimos, fotografiamos, grabamos, y que con tan solamente seguir algunos pasos básicos, cliquear (permítanme este poco de espanglish, please) aquí y allá, hoy en día se puede publicar un comentario, un artículo, un ensayo, una reseña, un libro, una foto, un álbum, un programa de radio, una película digital, en esta red global y multilingüe. Existe la sindicación, la impresión y venta a demanda, la distribución masiva por listas y la publicidad jerárquica por catálogos de contenido. Es decir, existe el medio para plasmar y el medio para distribuir pensamientos, ideas, reflexiones, arte, palabras, imágenes, sonidos, y la combinación de todos estos. Todo lo que antes costaba horas, semanas, días, meses y hasta años de preparación, dedicación, conexiones, apadrinaje y espera ahora se logra con rapidez y autonomía. Cualquiera publica.

Esto es bueno y es malo. Es malo porque cualquier cosa se publica, y hay mucho desquiciado por ahí y mucha basura amplificada. Es bueno, sin embargo, porque un escritor, un artista, un experto en cualquier área no solamente saca con relativa facilidad sus trabajos al público (gratuitamente o a módico costo), sino que además ese autor y los que se interesen en su trabajo pueden comunicarse directamente, y aquellos que se interesan en los trabajos en torno a algún tema o visión de la vida pueden juntarse y dialogar, o discutir para lo que venga el caso, sobre sus asuntos en común.

En estas tecnologías vale resaltar cuatro: los blogs o bitácoras como estas, que permiten la publicación de escritos y multimedios (es decir, en combinación con audio, videos e informática); los nuevos álbunes fotográficos, que son como el equivalente de las bitácoras para el medio visual; los podcasts, que permiten la transmisión de programas de radio antes contenidos a las ondas radiales; y los programas de intercambio informático donde la gente comparte, obtiene y hasta sustrae todo lo que se pueda digitalizar, todo lo que se pueda codificar en los simples unos y ceros que son el ADN de las computadoras -- u ordenadores, si es usted español o española y prefiere el término. Yo prefiero computar a ordenar.

Pero me pierdo en disgresiones. El asunto es que esta combinación de oportunidades no es nada menos que el nuevo movimiento tecnológico y existe una ventana pequeña para sacarle provecho antes de que corporaciones nuevas y viejas se apoderen también de estos medios y empiecen a regular su flujo.

31 de julio de 2005

¡El agua está viva!

Hoy mis hijos jugaron a la entrada del garaje, mientras la lluvia se estrellaba en sus sonrisas. Pisaban charcos con sus chancletas de goma para que salpicara el agua. Correteaban, mientras yo los vigilaba desde el espacio seco del garaje. ¿Cuántas veces no fui yo quien corrió por las calles enlodadas de mi niñez mientras la tierra hervía de gotas? ¿Cuántas me deleite bajo algún caño que devolvía la lluvia a raudales?

Los miraba con el secreto deseo de unírmeles y saltar de alegría, pero no me permití el momento. ¿Qué dirán los vecinos? ¿Qué de mis pertenencias en los bolsillos? ¿Y la ropa, cómo quedaría?

Corría el peligro de ser loco.

Supongo que los niños me veían con igual extrañeza que yo a los adultos de aquellas tardes de aguacero. Se encerraban en sus casas como si la lluvia fuera dañina. Se cubrían bajo paraguas, porque les importaba más la ropa que la felicidad. Miraban a los niños desde lejos y tal vez se ponían nostálgicos, como yo.

Era una de las actividades más divertidas de mi niñez, igual que lo fue hoy para mis niños de tres y seis años.

“¡El agua está viva!” gritó el mayor.

Le dije que sí, que efectivamente el agua es vida.

22 de junio de 2005

La otra orilla

Gate, Gate;
Paragate;
Parasamgate;
Boddhi;
Swaha.

Mantra tibetano.


La última vez que me mudé tuve un sueño alegórico.

Manejaba un vehículo por una de las calles céntricas de Manhattan en dirección del Río del Este. Aunque esa calle termina en el río y da a una autopista, en mi mundo interior llevaba directamente a un puente que era tan majestuoso como inusual. Brillaba con luz propia, como una de esas piezas de plástico que despiden luminosidad en la oscuridad.

Guié hacia ese puente desconocido, deslumbrado por su brillo. Tan pronto empecé a cruzar, algo cambió. La noche se hizo tan densa que ya no veía el puente. Ni siquiera veía por dónde iba. Todo era negrura y desesperación. En esa oscuridad encontré una fuerza ciega de voluntad. Seguí adelante. Crucé lleno de terror.

Aquel puente representaba la transición por la que pasaba al salir de Nueva York, después de una quincena de años en la ciudad. El miedo oscurecía la vista ante el cambio. Lo desconocido se volvía algo vasto y oscuro. Pero llegué bien a la otra orilla.

Otra vez me veo ante un cruce, porque se acerca otra mudanza. Estoy lleno de incertidumbre y preocupaciones. También de posibilidades y expectativas. Tengo que aprender a pasar por estos cambios con la disposición sana, y lleno de esperanza.

Sin embargo, estoy aprendiendo algo. Y es que en la vida se dan cambios, quiéralos uno o no. Uno puede resistirlos, inútilmente, y dejar que la ola se lo lleve dando gritos y pataletas, como el adulto que carga a un niño resabioso. Pero los cambios sucederán. La alternativa es aprender a montarse sobre la cresta y disfrutar de los altos y bajos como las fluctuaciones que son nada más.

Así que si en mis próximos sueños aparece otro puente, no dudaré mucho en cruzarlo. Si me caigo al agua, nadaré hasta la otra orilla.

3 de abril de 2005

Las aves de rapiña y la felicidad.

Salí con mi esposa y niños a aprovechar el sol de la primavera floridana. Anduvimos por un refugio de aves de rapiña, donde se recoge a los buhos, águilas, pavos y otros animales similares que sufrieron algún trauma físico o enfermedad. Se les atiende. A algunos se les opera. Los cuidan, y a aquellos que se recuperan los colocan con aves que le sirven de parientes adoptivos antes de reintegrarlos a la naturaleza salvaje.

Sobre los edificios de esta ciudad en que vivimos todavía vuelan águilas, cóndores, buitres y otras aves similares -- que descienden de sorpresa y pescan en los muchos lagos del área.

Hoy vimos esas aves muy de cerca, con sus plumajes brillosos, y conversamos con los cuidadores de aquel refugio. Los niños y yo disfrutamos del cosquilleo en las manos de un puñado de gusanos que constituyen el alimento de algunas de estas aves. Me impresionaron mucho un condor tuerto; un águila de cuello blanco que está loca por daños irreversibles al sistema nervioso; y un buho que cree que es humano -- porque lo primero que vio al nacer fue a un ser humano y se le quedó esa impronta. (Creo que estaba enamorado de mi esposa).

De alguna manera sentí que aquellos cuidadores -- guardianes que sanan y protegen a estos animales emplumados, sin importarles que esos mismos animales estén dispuestos a darles algún picotazo a las mismas manos que los alimentan -- desempeñan la misión instintiva que nos corresponde a todos los seres humanos: proteger la naturaleza salvaje.

Es decir, ser compasivos. Ser guardianes de la vida.

Por estos días he tenido un asunto en mi interior, como si fuera un objeto que cae en un pozo y desciende lentamente hasta el mismo fondo. Les hablo de la felicidad. O de lo que entendemos por felicidad -- la felicidad posible.

Y me encuentro ante el reto de saber cómo es el mundo, de saber que hay sufrimiento por todas partes, que hay agresividad en la naturaleza silvestre y en nosotros mismos, y de absorber ese saber sin que me envenene.

Me aclaró algunas cosas ese momento de esta tarde en que los cuidadores se aseguraban bien de cómo sostenían a las águilas o a los cóndores para evitar el picotazo, que desde el punto de vista racional podría considerarse un acto ingrato. Mas esos cuidadores no pensaban así. Su compasión hacia esas aves de rapiña surgía de una comprensión más profunda que lo simplemente racional.

26 de marzo de 2005

El don Quijote de todos

“Cuántas veces don Quijote,
por esa misma llanura,
en horas de desaliento
así te miró pasar.

Y cuántas veces te gritó
‘Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar,
que yo también
voy cargado de amargura
y no puedo batallar'”.

Joan Manuel Serrat, «Vencidos».



En vista de que hacen cuatro siglos que se publicó «Don Quijote de la Mancha», me cuento entre aquellos que regresaron este mes a sus estantes de libros y desempolvaron sus ediciones de esta obra cumbre en que se cuentan las hazañas del ingenioso hidalgo.

Por todas partes de la Hispania, que así le llamaré a la tierra literaria que conocemos desde la Tierra del Fuego hasta los barrios hispanos de Nueva York, se celebran reuniones, lecturas, presentaciones y congresos que hacen ecos a las celebraciones en España.

Entre todos estos actos, incluyendo aquellos de elevados vuelos académicos, el más honesto, y a la vez el más revelador, es la lectura de la obra, ya sea por primera o sucesiva vez. Solamente así se descubre qué es lo que puede tener un relato que obviamente recorre los senderos de la ficción para que no solamente sobreviva a su autor, sino a los siglos, y así se convierta en un arquetipo de la experiencia humana.

La gran novela española sobrevive, ya en todos los idiomas que tienen literatura, desde mil seiscientos cinco hasta dos mil cinco. Es porque Miguel de Cervantes Saavedra se conectó en aquella cárcel de Sevilla donde escribió con por lo menos un gran aspecto fundamental de nuestra condición. Todos somos Quijotes en alguna parte de sí mismos, o queremos serlos, emprender el trote hacia aventuras que a la vez concuerden con un profundo sentido de la ética y la caridad humanas. Todos conocemos algún Sancho Panza, si no es que lo somos: hombres de pensamiento común que muchas veces, sin darse cuenta, tocan profundidades espirituales. Y existe, aún en estos tiempos de “empates” por chat rooms, acuerdos prenupciales, profilácticos y servicios de éscorts, el romance idealizado que a veces es caricatura de sí mismo, pero que también encierra el anhelo primordial que tenemos de amar y ser amados.

Todo eso y más es el Quijote, y por eso la obra no morirá mientras exista una literatura.

Pero hay algo más, que trasciende en mi caso a aquella primera lectura en la que anduve rodando por el piso de mi cuarto, muerto de la risa, porque me burlaba encarnizadamente de tan ingenuo y destartalado héroe. En esos primeros capítulos leí al Quijote como quien ve al Chapulín Colorado, otro gran personaje de la Hispania aunque en otro medio, sin darme cuenta de que entre risa y risa se colaban otras observaciones de mayor envergadura.

Y no sé si fue en alguna clase de literatura, o tal vez en alguna conversación con uno de mis profesores favoritos, que alguien dijo que en el Quijote cada cual lee lo que quiere leer y que esa cualidad le hacía una obra universal. Servía de espejo a las flaquezas y fortalezas humanas, como cuando el Quijote se enfrenta al caballero cuyo traje está hecho de espejos.

Es cierto. El Quijote no es solamente un soñador idealista, sino una entidad misma de ese mundo de las ideas que tanto le interesaba a Platón. En él se cristaliza una variedad de percepciones humanas, que dicen más del lector que del personaje. Esa ha de ser una gran aspiración de la buena literatura, servir de espejo, para que quien la lea se mire y se reconozca en ella a través de las situaciones y los personajes: algo así como un intricado juego de visualización en el que terminamos por ver algo de sí mismos.

De esa manera, lo que leí en mi primera experiencia del Quijote no es lo mismo que leí la segunda vez, ni lo mismo que leo ahora que emprendo una tercera lectura -- o tal vez una tercera salida como las del hidalgo caballero sobre su enflaquecido Rocinante.

He oido variadas interpretaciones, como éstas, derivadas de mis conversaciones respecto a la novela. Una profesora me dio la interpretación oficial de que era una burla del genero novelístico de caballerías. Alguien lo leyó como un tratado de la más profunda astrología y simbolismo esotéricos. Otra persona me decía que contenía joyas de conducta moral. Otros la ven como un simple reflejo de la España de la época. Alguien hasta vio en los caballeros señas de fraternidad masculina, sino de homoerotismo. Alguien más descubrió una renovación del viacrucis cristiano. Una mujer me decía que lo leyó como una crítica de la mentalidad enflaquecida de los hombres. Otros me decían que era un tratado revolucionario, que se oponía al establecimiento mediocre y burgués de la época. Otra persona me decía que parecía un análisis de la locura y, particularmente, de la esquizofrenia. Yo, francamente, en mi segunda lectura vi una novela iniciática que retrataba las luchas en el camino hacia la perfección espiritual. Pero, ahora, además de ver todas estas cosas que acabo de mencionar, descubro una novela que estudia y expone el mismo valor de la literatura, y por extensión del arte.

Se versifica, se pinta, se canta, se narra, para que el ser humano vislumbre algo del misterio de su propia vida.

5 de marzo de 2005

La mística de los escritores

Un escritor es alguien que sabe escribir y lo hace. Nada más. Pero en los medios literarios se trata a los autores consagrados como si fueran grandes guías de la humanidad, y semidioses de algún Olimpo desgraciado. Algunos genios habrá; otros escasamente serán estilistas, aunque están los que necesitarán ayuda siquiátrica.

De los escritores, sin embargo, se vende una imagen, que la mayoría de las veces bordea en lo misticoide.

Aparecen fotografiados en poses de profundo pensamiento, retorcidos casi como el hombre tieso de la escultura de Rodín, que una vez describiera Gabriela Mistral en su poesía:


Con el mentón caído sobre la mano ruda
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza.


Y en las entrevistas se les rinde pleitesía, y se les formulan preguntas grasosas, que a veces tienen muy poco que ver con los libros que escribieron: ¿cuál es para usted el significado de la vida? Así ganan los escritores un púlpito de roca, desde el que bien pueden exhibir sus egos de pedantes, lucir su erudición, o en raras ocasiones compartir los asuntos vitales que les mueven a la escritura. La mayoría lo que hace es pavonearse, presas de toda la alcahuetería que se forma alrededor de ellos.

Mucha de la gente que devora libros se cree esa mística rara y trafica en historias oscuras sobre esos seres angustiados que enaltecen en sus mentes. Recuerdo alguna ocasión en que alguien me recomendaba a una escritora con ese tipo de motivaciones (que ahora exagero en mi memoria): Es una persona muy sufrida que desciende de una familia muy atormentada. Es huérfana de padre y madre, porque su padre murió en un accidente automovilístico y su mamá se suicidó. Cayó en el alcoholismo y las drogas, y ella misma trató de cortarse las venas varias veces.

A mi se me retorcía cada vez más la cara con cada capa de tormento, porque me preguntaba por qué querría leer a alguien que arrastrara semejantes martirios y confusión existencial. Además, se me dijo todo de su vida afanada y nada de la calidad y el contenido de su arte.

Lo que pasa es que los escritores, cuentistas y novelistas, adeptos en el suspenso y la hipérbole, aprendieron a ficcionalizarse ellos mismos y a hacerse interesantes. Se convirtieron en personajes de sus propias ficciones -- y el mundo de las relaciones públicas explota esas tragicomedias para vender más que libros, una imagen. La imagen que predomina es la del escritor atormentado, y tal vez algo cínico, que lleva la mayoría de las veces una vida bohemia -- es decir, que fuma, toma, tal vez usa drogas; si es hombre tiene muchas mujeres y frecuenta putas; si es mujer, es liberal y tal vez ultrafeminista, o, mejor aún, bisexual. Tal parece que no hay nada común ni corriente entre los que alcanzan el éxito literario. Todos tienen algún toque de desgracia, locura o grandeza.

Esta es una mística falsa, saturada por cierta idiotez a través de los siglos. No hay que destruirse para expresarse. No hay que “ensolver” --como decía mi abuelo-- el humo de la nicotina ni dejar que substancias alcaloides le carcoman a uno el cerebro. No hay que cortarse las venas y dejarlas sangrar lo suficiente como para aparentar suicidio. Nada de eso es arte, sino bellaquería. Nada de eso es vivir, sino prostituirse. Nada de eso es grandeza, sino pequeñez.

Y coincido con otros al decir que vivir en sí es un arte y, en el fondo, la más sincera expresión de lo que es ser humanos. Por eso soy tal que cuando veo un escritor en una de esas poses de ensimismamiento, con una copa o un cigarrillo humeante en la mano, se me van las ganas de leerle.

19 de febrero de 2005

El mundo termítico de los libros

“El miembro regular de un termitero nacía, crecía, se reproducía y roía hasta morirse. Algunas veces dejaba de roer tiempo antes de su muerte, pero este mismo hecho ocasionaba el fin de su vida pues al perder su dentición el comején estaba automáticamente condenado porque moría de hambre. En aquella sociedad se desconocían las leyes de la prolongación de la vida. Termita que moría, comida que quedaba para que otra la digiriera”.

«Las termitas» (cuento), Gloria Chávez Vásquez, Nueva York, 1976.


Sucede que las bibliotecas no son un santuario para todos los libros. Hay muchos que desaparecen para siempre de sus tramos y catálogos, como si jamás existieran. Hay otros que nunca llegan a las bibliotecas, víctimas de la selección natural de la que hablaba Darwin. El más popular vence y consigue un espacio en los anaqueles.

De hecho, los bibliotecarios, náufragos en un mar de títulos, se subscriben a publicaciones que categorizan, describen y hasta clasifican en listas de popularidad a los últimos títulos de las editoriales. Significa esto que la mayoría de los compralibros accede a una misma base de conocimientos y que, por lo tanto, los catálogos de varias bibliotecas tienen más o menos los mismos contenidos.

Ya se sabe, por ejemplo, de la infame lista que se publicó en norteamerica a final del siglo veinte para clasificar (quizás promocionar) las cien mejores novelas de toda la centuria. Muchos la criticaron, pero otros la imitaron y extendieron la clasificación más allá de los gustos norteamericanos para compilar los mejores títulos de la literatura mundial.

Así resultó que en la lista original, designada en base a las preferencias de expertos y repleta de títulos estadounidenses, la mejor novela fue «Ulises», de James Joyce, mientras que en otra lista de las preferencias de lectores resultó «La rebelión de Atlas» de Ayn Rand. Unos europeos reaccionarios le dieron el título de mejor novela a «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez. En las listas anglosajonas, dicho sea de paso, no apareció ni siquiera uno --repito, ni siquiera uno-- de los escritores hispanos del siglo, a pesar de que la novela moderna naciera en español con las aventuras del hidalgo caballero don Quijote de la Mancha (que, por cierto, en otra lista clasificó como la mejor novela de todos los tiempos).

Lo cierto es que los bibliotecarios del mundo se guían por estas listas, pero también por otras peores, que documentan con regularidad los títulos más populares. (Y hablando de eso, en Estados Unidos, los hispanos aparentemente se interesan primordialmente en los libros del sensacional Dan Brown, el autor del «Codigo Da Vinci»; en los escritos de personalidades de televisión como el ojos azules (o verdes) Jorge Ramos y la plásticamente reconstruida María Antonieta Collins; en las sexo-novelas de Isabel Allende; y en los libros de autoayuda, dietas o supuesta renovación espiritual).

Y esto me trae al punto original de que muchos libros pasan desapercibidos mientras se los come la polilla del tiempo, y otros que por la casualidad circulan por los anaqueles del mundo ceden su sitio a bestsellers como todas las traducciones y ediciones ilustradas del «Código Da Vinci». Es asunto de popularidad, que en nuestros días requiere la más de las veces que la trama esté repleta de inclinaciones esótericas, suspenso, sexo, drogas, celebridad o que al paquete lo apoye alguna campaña de publicidad muy sólida.

Tal vez por cierta aversión a estas tendencias mercantilistas, rescato cuando puedo los libros que botan las bibliotecas. Por falta de espacio y presupuestos, muchos de estos museos de ideas limpian las estanterías para abrir espacio a estos otros libros que se venden como pan caliente. Vuelvo al «Código Da Vinci» como ejemplo más reciente, pero podría citar otros de décadas pasadas, aunque lo cierto es que muchos de esos libros más vendidos pasaron de moda.

Pero tal y como el personaje de «La sombra del viento», una novela de Carlos Ruiz Zafón que se publicó el año pasado, he recorrido estos cementerios de libros que son las bibliotecas modernas, antes de que se entregaran varios tomos a las fauces de algún camión de basura. Esta práctica selectiva también me recuerda aquella escena en que los enemigos del idealismo de don Quijote queman las novelas de caballería. Y sorprende la cantidad de libros que en nuestros días de liberalismo político se encuentran camino al incinerador. Son víctimas del desinterés.

Las bibliotecas los regalan a aquellos que quieran reciclarlos antes de mandarlos a los basureros municipales. Una vez salvé una edición de cubierta dura de «La República» de Platón, considerada uno de los mejores trabajos del filósofo griego. Mi esposa llegó una tarde con «La Celestina», la tragicomedia de Calixto y Melibea que dejó el misterioso escritor Fernando de Rojas, y que dicho sea de paso sobrevive a las llamas y las listas de bestsellers por lo menos desde el año mil cuatrocientos noventinueve. Recogimos también una antología de prosa estadounidense; dos novelas del “lobo estepario” Herman Hesse; una recopilación autobiográfica de Evita Perón; un libro de tirada limitada del poeta español Luis Cernuda (aparentemente financiada por el mismo autor durante su estadía en Nueva York); y el tratado «Emilio o de la educación» del filósofo ginebrés Juan Jacobo Rousseau.

Iban a la basura. A los incineradores.

La razón: nadie los tomaba prestados de las bibliotecas donde ocupaban espacio nada más, aunque los libros del gurú de las estrellas Deepak Chopra requerían listas de espera.

No tengo nada contra Brown ni Chopra (ni Ramos, Collins y otras caras). De hecho, leí a ambos, pero para el buen lector bastan pocas explicaciones.

Los que más me llaman la atención, por una forma de compasión distorsionada, son esos libros que no fueron a ningún lado y cuyos autores no obtuvieron la celebridad instantánea. Ahora ni siquiera merecen sitios en las bibliotecas.

Encontré uno de esos en la Langston Hughes Public Library de Corona, un barrio neoyorquino. Lo pusieron a tostarse al sol de la entrada para que los salvalibros como yo los adoptaran antes de que llegara el camión de basura. En la portada vi el título, formado por trozos de madera vieja que desprendían aserrín. Se titulaba «Las termitas» y lo llevé a la casa junto a otros rescatados. Hará dos o tres años de eso, pero hasta ahora abrí sus páginas. Lo leí una tarde de estas, y francamente me encantó uno de sus cuentos, titulado «Sor Orfelina». El escrito «Las termitas» no estaba mal como fábula. Lo demás no tanto. Pero ese cuento de Orfelina era suficiente como para rescatarlo.

Había algo más, en la segunda página encontré una dedicatoria de la misma pluma de su autora, Gloria Chávez Vásquez, que según mi investigación es maestra en el sistema educativo de Nueva York. Está fechada el ocho de septiembre o el nueve de agosto de mil novecientos ochenticuatro, según se lean los números.

Se ve que escribió la dedicación con cariño, por los detalles estilizados de sus letras, a alguien que por lo menos tuvo el respeto y la delicadeza de no botar el libro y se lo regaló a la biblioteca.

Dice:

Para mi amigo
Tulio Mario
compañero de pluma
y de ESP en este
mundo termítico

Love

Gloria Chávez
‘84

13 de febrero de 2005

El espacio de la mente

En Nueva York prescindí de cualquier cosa que se llamara privacidad, porque carecía de dinero para comprarla. Viví con mi esposa y primer niño en un sótano de esos donde la sala era a la vez el comedor y la recámara. El baño era un estuche al lado de la cocina. Nuestra vista consistía de unas ventanillas rectangulares a la altura del cielo raso, desde donde divisábamos nada menos que los pies de los vecinos que frecuentaban los botes de basura.

Recibíamos a las visitas allí, y lo único que dividía la cama y la cuna de los muebles de la sala eran unas finas cortinas que colgaban del techo.

En tales condiciones escribí mis primeros cuentos, tecleándolos a veces en la intimidad de las noches mientras escuchaba en la otra esquina los ronquidos armónicos de mi esposa y bebé.

Éramos felices, porque la felicidad solamente existe en el pretérito, cuando las inconveniencias del diario vivir han desaparecido como espejismo.

Para cuando tuvimos el segundo niño mejoraban nuestras condiciones, porque teníamos ya una recámara al menos, donde los pequeños nos acompañaban, todavía cercanos a nuestro lecho marital. Recibíamos las visitas en una sala de veras y mi esposa preparaba los alimentos en cocina aparte, pero el escritorio seguía en la sala, como parte íntegra de nuestra vida social. O lo que quedaba de ella.

Hubo madrugadas en las que me alumbraron los primeros rayos de la mañana pegado en el trance de la escritura.

Ese horario me dejaba como un estropajo. Por eso busqué una alternativa. Resolví que haría una cita conmigo mismo todos los sábados en la mañana. Junté unos ahorros y me compré una computadora portatil. La coloqué en un bulto que gané en un concurso y que preparé para la excursión sabatina, a quince minutos de camino. Recorría las calles de East Elmhurst hasta la Langston Hughes Public Library -- nombrada así para honrar a un escritor negro del que se sabe que pasó vicisitudes económicas mientras plasmaba los volúmenes de historias que escribió.

Era un lugar apropiado. Me arrimaba a la mesa más recóndita, donde por cierto había uno de los pocos enchufes para mi computadora, y me entregaba por una hora al trance frenético. Tomaba algunos respiros. Y desde allí veía el incesante tráfico de Northern Boulevard y la gente que entraba y salía del restaurante dominicano al cruzar la calle.

Le arranqué varios capítulos a esa esquina.

Ahora vivo en la que parece casi otra vida. Tengo dos pisos y un cuarto donde me encierro para escribir, pero estos años me enseñaron que importa más el espacio que uno hace en la propia mente que el desahogo físico del que se goce.

30 de enero de 2005

La conciencia de escritor

Cuando busco entre los pasillos borrosos de la memoria, encuentro mi primera conciencia de escritor más o menos en el quinto grado de la escuela primaria.

La maestra de historia, que era la encargada de nuestro salón, nos explicaba que a partir de entonces los exámenes finales incluirían un requisito de composición.

Es decir, se esperaría que los estudiantes expusieran sus puntos de vista por escrito sobre un tema que se revelaría el mismo día del examen. Mis compañeros de clase reaccionaron a la noticia con un lamento colectivo. Yo, en cambio, me sentí seguro de que aquella sería la parte más fácil del examen. Y en ese momento supe que tenía una habilidad que no era demasiado común. Escribía con facilidad.

Aún recuerdo mi perplejidad al verificar que algo que era tan simple para mi intimidara a los mejores estudiantes de la clase. Mi razonamiento era igual de simple. Decía en mi mente que lo único que se necesitaba para componer bien era escribir tal y como se hablaba.

Mi entendimiento de la escritura es ahora mucho más complejo, pero guarda algo de esa simplicidad. Los que escribimos no aprendemos a redactar como hablamos, sino que aprendemos a hablar como redactamos. Aprendemos a pensar en oraciones completas, con puntos y comas. De allí, a mi parecer, surge la voz narrativa que luego se encuentra en los mejores trabajos literarios.

Hace, pues, más de veinte años desde que me sentí un escritor incipiente, que no es lo mismo que insípido. Pasé la siguiente década sin imaginarme escritor, aunque siempre escribía. Y esta última década se me fue descartando otras cosas para abrirle paso a la escritura.

Ahora escribo para vivir, aunque lo que quiero es vivir.

Cargo además un peso. Es un sentido de misión. Tengo que escribir igual que el convertido religioso que tiene que dar testimonio de la potestad invisible que presencia. El propósito último es la comunicación, aunque esto vaya más allá de transmitir hechos, cifras y situaciones. Es transmitir un algo invisible, que tal vez no difiera mucho del fervor religioso.

Hay una cita de Franz Kafka que aparece por todos lados, pero que transmite esta urgencia que siente el escritor. Al parafrasearlo, cambiaré la palabra "libro" por "escrito", porque la obra no tiene que ser extensa para alcanzar este efecto:

Necesitamos los escritos que nos afectan como un desastre, que nos hacen sufrir como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, que nos hacen sentir como si estuviéramos al borde del suicidio, o perdidos en un bosque alejado de toda presencia humana -- Un escrito debe ser como un hacha para el mar helado que llevamos dentro.

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