13 de febrero de 2005

El espacio de la mente

En Nueva York prescindí de cualquier cosa que se llamara privacidad, porque carecía de dinero para comprarla. Viví con mi esposa y primer niño en un sótano de esos donde la sala era a la vez el comedor y la recámara. El baño era un estuche al lado de la cocina. Nuestra vista consistía de unas ventanillas rectangulares a la altura del cielo raso, desde donde divisábamos nada menos que los pies de los vecinos que frecuentaban los botes de basura.

Recibíamos a las visitas allí, y lo único que dividía la cama y la cuna de los muebles de la sala eran unas finas cortinas que colgaban del techo.

En tales condiciones escribí mis primeros cuentos, tecleándolos a veces en la intimidad de las noches mientras escuchaba en la otra esquina los ronquidos armónicos de mi esposa y bebé.

Éramos felices, porque la felicidad solamente existe en el pretérito, cuando las inconveniencias del diario vivir han desaparecido como espejismo.

Para cuando tuvimos el segundo niño mejoraban nuestras condiciones, porque teníamos ya una recámara al menos, donde los pequeños nos acompañaban, todavía cercanos a nuestro lecho marital. Recibíamos las visitas en una sala de veras y mi esposa preparaba los alimentos en cocina aparte, pero el escritorio seguía en la sala, como parte íntegra de nuestra vida social. O lo que quedaba de ella.

Hubo madrugadas en las que me alumbraron los primeros rayos de la mañana pegado en el trance de la escritura.

Ese horario me dejaba como un estropajo. Por eso busqué una alternativa. Resolví que haría una cita conmigo mismo todos los sábados en la mañana. Junté unos ahorros y me compré una computadora portatil. La coloqué en un bulto que gané en un concurso y que preparé para la excursión sabatina, a quince minutos de camino. Recorría las calles de East Elmhurst hasta la Langston Hughes Public Library -- nombrada así para honrar a un escritor negro del que se sabe que pasó vicisitudes económicas mientras plasmaba los volúmenes de historias que escribió.

Era un lugar apropiado. Me arrimaba a la mesa más recóndita, donde por cierto había uno de los pocos enchufes para mi computadora, y me entregaba por una hora al trance frenético. Tomaba algunos respiros. Y desde allí veía el incesante tráfico de Northern Boulevard y la gente que entraba y salía del restaurante dominicano al cruzar la calle.

Le arranqué varios capítulos a esa esquina.

Ahora vivo en la que parece casi otra vida. Tengo dos pisos y un cuarto donde me encierro para escribir, pero estos años me enseñaron que importa más el espacio que uno hace en la propia mente que el desahogo físico del que se goce.

2 comentarios:

mherrero dijo...

Víctor Manuel,

Gracias por este recuerdo que compartes con nosotros.

He recorrido ese tiempo pasado, son unas pinceladas pero nos das lo esencial.

He releído lo que contestaste a mi anterior comentario, me ha hecho reflexionar. Lo primero que estoy haciendo es revisar la ortografía de lo que escribo.

Saludos desde Córdoba, Argentina.
Mario Antonio Herrero Machado

J. Úbeda dijo...

la felicidad solamente existe en el pretérito...
Le arranqué varios capítulos a esa esquina...
importa más el espacio que uno hace en la propia mente que el desahogo físico del que se goce...


Vaya tres perlas, Víctor Manuel. Post como éste hacen honor al nombre de tu blog: desde luego, es un libro abierto...

Enhorabuena, y gracias por esas lecciones de vida.

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