26 de diciembre de 2006

Volar en motocicleta.

Mike tiene manos que parecen mantarayas y sus dedos abarcan los de uno al saludar. Me doy cuenta al despedirme. La primera parte del trayecto fue sin palabras, hasta que la conversación se inició como es común: comentando del clima.

Vivió antes en California, donde el calor también es intenso pero la humedad no es tan molestosa. Es de un pueblecito de Illinois, del que huyó de las temperaturas bajo cero. Es aprendiz de mecánico y encuentra que ochocientos dólares de renta drenan su salario.

Estudia mecánica de motocicletas en las noches y labora de día en el taller de carros. Las motocicletas son su pasión. No sé cuántos años tiene, pero es un hombre, aunque parece un niño muy alto. Maneja una camioneta, mientras conversamos. Me lleva a casa.

Competía a nivel profesional en motocross. Saltaba a alturas como de tres veces mi tamaño. Le pagaban por ello, pero lo hacía a gusto. ¿Por qué? — le pregunto. Me contesta que no sabe, que era algo que disfrutaba desde niño. Siempre le gustó la velocidad. ¿Y qué pensabas cuando estabas en la cúspide de un salto? —le pregunto. Me contesta que nada. Simplemente no pensaba.

Se daba golpes con frecuencia. Se zafaba las muñecas, sufría contusiones y se torcía coyunturas. Se recuperaba y volvía. Hasta la última vez, durante el salto en que se le ocurrió pensar. Partía en desbalance al iniciar el salto. Dudó, vaciló y trató de corregir el salto. Subió y cayó con todo el peso de sus huesos y motocicleta sobre la pierna derecha. El impacto le partió el hueso más largo del cuerpo. Los cirujanos le insertaron una barra de titanio dentro del muslo para que volviera a caminar. Pasó meses en silla de ruedas.

Camina y funciona sobre sus dos piernas. Puede correr y acelerar una camioneta. Pero no puede montar como antes. Preparará, entonces, las motos de otros para que ellos desafíen la altura, el peso y la velocidad; pase lo que pase.

26 de noviembre de 2006

Mi bicicleta y yo.

Acabábamos de ascender una colina y estábamos en la calle que desembocaba en casa, cuando mi mamá me preguntó por qué no trataba.

Tenía miedo de caerme. No quería ensuciar el turquesa que brillaba sobre los tubos de mi nueva bicicleta. Era perfecta, y nueva.

Hace algunos veinte años de eso. El niño que yo era lograba un sueño. Junté algún dinero que me enviaron mis tíos y tías desde Nueva York con otros pesos que tenía mi madre y fuímos hasta la ciudad a obtener aquella BMX.

La escogí por el color: hasta sus ruedas eran azules. Preguntamos el precio. Costaba unos diez o quince pesos más que lo que esperábamos, pero yo estaba enamorado de ésa. Mi mamá sacrificó otros billetes y añadió la diferencia. Acepté el timón, tembloroso, de manos del vendedor.

Me sentía el niño más dichoso del mundo.

Media hora después, me encontraba al tope de la calle de mi barrio, con un zapato en el pedal y el otro en la tierra. Mi mamá esperaba mi demostración. Una vecina que advirtió la escena se detuvo en su marquesina para mirar.

Traté y tambalié. Tuve que bajar los dos pies. La vecina se rió. Traté otra vez. Pedalié algo más. Tambalié de nuevo, pero me enderecé. Tensioné los brazos y apreté las manos con todas mis fuerzas. La bajada me dio impulso. Ahora no me podía detener. Las ruedas rebotaban sobre el pedregal de la calle. Iba desbocado. Mi mamá quedaba detrás entre la nube de polvo.

Alcancé a ver el celaje de otra vecina que me saludaba desde atrás de una alambrada, pero yo no tenía ni la menor intención de soltar el timón.

Allí, en plena calle, supe que me encontraba completamente solo. Nadie me podía ayudar. El asunto era entre mi bicicleta, las piedras de la calle, y yo.

Descubrí el freno a tiempo para no estrellarme al fondo de la calle y torcí el timón lo suficiente como para entrar disparado hasta el patio de mi casa. Tuve la suerte de que el portón estaba abierto.

Por fin, yo tenía bicicleta. No tendría que mendigar ruedas ajenas. Podría irme por las calles del barrio, y más allá, en ella. Podría precipitarme por alguna bajada y saltar montículos de tierra. Podría enseñarle a montar a las muchachas. Todo sería diferente.

Y lo fue. Me estrellé muchas veces. Llegué a subir en ella hasta a dos niños, uno sobre el tubo y otro parado sobre las tuercas traseras, mientras yo pedaleaba. Esa fue una de las ocasiones en que me estrellé -- de lleno contra un matorral.

Viví aventuras con ella, como aquella tarde que me persiguió un toro, o aquella otra en que atropellé a un niño que corría por el parque, y volví a escapar en ella cuando una multitud me quiso apresar. O cuando la usé para asistir a mi primera cita con una muchacha. Mi bicicleta y yo.

La vendí dos o tres años después, cuando la pubertad hizo estragos en mi niñez. Me interesaban otras cosas, como la ropa que podía comprar con los pesos que me pagaron. El niño a quien se la vendí fue más desafortunado. Se la robaron la siguiente semana, sin que llegara a montarla más que unos días.

Pero he vuelto a ser niño: veinte años después compré otra. Es una bicicleta montañera, la versión para adultos de mi añorada BMX. Esta se llama NEXT, que significa “próxima”. También es azul, aunque azul oscuro. Es un regalo de mi esposa. Ella y mis niños me acompañaron a comprarla. Me sentí dichoso, como aquella tarde.

Me encontré al día siguiente en otra calle, pavimentada y solitaria, listo para estrenarla en las horas del amanecer. Subí un pie en el pedal y arranqué, esperando esa ligereza que sentí tantas veces al arrojarme por terrenos torcidos. Volví a tambalear, como la primera vez. Perdía el control. Tensioné los brazos y apreté. Sentí mucho más peso, como si arrastrara todo el pasado, y sufría la preocupación de hacer el ridículo. Pero ya estaba sobre la bici.

Me enderecé, pedalié y seguí. Sentí la tensión en los muslos y algo de cansancio, prematuro diría yo. Quise arrepentirme. Di una pedalada y luego otra. Recordé a mi madre. A la mujer que miraba. A la otra vecina que me saludaba aquella primera vez. A mi esposa y a mis hijos. Doblé hacia otra calle, y luego otra, y nuevamente me encontré solo, con mi bicicleta y la calle.

Me puse de pie sobre los pedales. La brisa me llenaba el rostro y me provocaba una sonrisa.

22 de noviembre de 2006

Claroscuro: cara a cara a Rembrandt.

De pintura sé poco. Mas no se necesita técnica para reconocer lo extraordinario.

Lo experimenté hace poco, cuando cayó en mis manos un libro, que probablemente es un texto educativo para clases básicas de artes plásticas. Trata del pintor Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Mejor conocido como Rembrandt. El tratado es un compendio a manera de introducción, escrito por Kenneth Clark.

Había visto obras de Rembrandt. Casi todos le conocemos, aunque no lo sepamos. Las imágenes que él materializó de entre sombras y luces son parte de la conciencia de la humanidad. Pero no es lo mismo conocerlas de paso que detenerse ante los ojos del artista en sus autorretratos. O descubrir el detalle que se oculta en las sombras de alguna escena. O espiar aquella mujer que --siglos después-- todavía se baña.

La maestría con que plasmaba los rostros, sin ningún juicio moralista que ahora pudiera resultar anticuado, supera en pasión a la fotografía. Pero hay algo más. Es como una aceptación de que se está de paso por la vida.

Uno está ante un genio.

11 de septiembre de 2006

Once de septiembre: el vértigo de la cercanía.

La ciudad de Nueva York era mi hogar. Yo había caminado por el interior de esas torres. Me había sacado todas las pertenencias de los bolsillos para pasar por los detectores de metales, instalados a las entradas desde la bomba de 1993. Había tomado el ascensor hasta el piso ochenta y tantos. Había sentido, allí adentro, la inestabilidad de la altura. Alguna vez vi, desde una de esas oficinas, la silueta cortante de Nueva York. Sentí vértigo.

Estuve también en el búnker de seguridad. Un huracán pasaba por la ciudad aquella tarde de domingo. Creo que era el Huracán Bertha. Las torres se sentían invencibles ante la lluvia y el viento. Creo que aquella vez escuché de alguien el estribillo popular de que las torres estaban hechas para sostener el impacto de un avión a reacción. Era el tipo de jactancia común a la ciudad: somos la ciudad más famosa del mundo; tenemos más rascacielos; tenemos el mejor sistema de trenes subterráneos; somos la capital del mundo; nunca dormimos; somos invencibles; somos, en fin, Nueva York.

Esa fortaleza no era del todo cierta. Yo lo sabía. Cualquier neoyorquino lo sabía.

Todos conocíamos la sensación de claustrofobia que nos asaltaba a veces -- ya fuera al cruzar uno de los túneles subacuáticos; tal vez atrapados en tráfico sobre alguno de los grandes armazones de los puentes; o aperchados a la ventana de algún coloso de ladrillos y armazones metálicos. Una ciudad de esas proporciones se prestaba al desastre. Todos lo sabíamos.

Fue horrible lo que sucedió el once de septiembre. No menos horrible que todos los desastres que se dan en distintas latitudes del mundo, pero más real para aquellos de nosotros que vivíamos allí, engañándonos a sí mismos entre aquella aura de arrogancia. No es lo mismo, por ejemplo, ver los edificios triturados del Líbano que saber que una de las paredes tenía losetas blancas y negras, o que en una de sus oficinas había una secretaria simpática que regalaba dulces, o que la persona que limpiaba los baños del piso noventinueve era un amigo de la familia.

Uno puede decir que alguna vez estuvo allí. Uno puede dar testamento de que la destrucción fue real. Uno sabe que muchas vidas se sacrificaron a ideas malsanas. Quedó el hoyo en la tierra como muestra.

Para muchos verdaderos neoyorquinos este aniversario es diferente de lo que vemos en televisión. Yo, de hecho, me he negado a ver el espectáculo. Dejé que pasaran los años y nunca regresé a la llamada "zona cero". Ni pienso regresar. No entendí a los turistas que pronto llegaron a ver el pus de la civilización.

Al marcarse el quinto aniversario no me interesan los ceremoniosos momentos de silencio, ni las listas de nombres, ni los discursos. Tampoco las películas que cuentan el heroismo. Mucho menos las guerras que prometen el opuesto de la guerra.

Más que recordar, necesitamos aprender.

21 de junio de 2006

El canto desgarrador de una sirena


Yo no creía en las sirenas, esos seres de pelo largo y desnudez que nadaban por los mares mitológicos. Yo no creía en las sirenas, hasta que oí una cantar.

La encontré una tarde cualquiera entre el mar de sonoridad de la música internacional. Su voz, lejana y cercana a la vez, no mentía cuando se desgarraba en cantar que su alma sangraba por alguna herida profunda.

Se llama Yasmin Levy y canta en un español desvirtuado por los siglos y la influencia hebrea. Pero esta cantante sefardí no necesita del perfeccionismo de la gramática ni de la pureza compulsiva del idioma académico para expresarse de una manera encantadora.

Dice el mito de las sirenas que el canto de aquellos seres prodigiosos era tan poderoso que los navegantes las seguían hasta sumergirse en el fondo del mar. Eran como la voz de la muerte misma. Pero muerte bella.
Así es la canción ladina de Levy. Da ganas de llorar. Al oirla, uno quiere deshacer los entuertos que se cometieron contra esos judíos que fueron expulsados una vez de España y Portugal, pero que se llevaron el romance dentro.

Me gustan todas las canciones de su disco «La judería», desde su lamento gitano y despatriado hasta una de las versiones más embrujadas del himno latinoamericano que es «Gracias a la vida». En casi todas las canciones, Levy infunde significados que no están en las letras de las canciones. Pero es como si su voz se hubiera hecho para formular la pregunta de qué es el amor en la canción «Inténtalo encontrar».

“¿Y qué es el amor?” cuestiona con su voz palpitante. “Como todo lo que es bello no tiene explicación; es refugio y morada de algún soñador, que jugando a poeta quiso ser cantor”.

3 de junio de 2006

«La sombra del viento»: el alma de una novela.


Un librero viudo lleva a su hijo de diez años al “Cementerio de los Libros Olvidados”, una especie de mausoleo de libros, donde le encomienda la extraña labor de adoptar un libro, “asegurándose de que nunca desaparezca”.

El comienzo de la novela «La sombra del viento», del español Carlos Ruiz Zafón, promete una aventura literaria, envuelta en el misterio de las obras y los autores que nunca llegan al éxito de ventas. Deja en el aire una sombra de misterio que bien puede aludir al título, porque se sabe que detrás de la adopción de ese libro habrá otras historias y se percibe de trasfondo el ambiente enrarecido de una Barcelona al borde de la guerra civil española.

A partir de ahí, la novela se desenlaza a varios niveles a la par del desarrollo de aquel niño, Daniel Sempere. El misterio del libro que Daniel adopta --una novela casi extinta de un tal Julián Carax-- termina por embargarlo todo con su aire trágico.

Daniel, un adolescente inverosímil por su promiscuidad intelectual, se lanza a la búsqueda de Carax, que aparentemente desapareció de la faz de la tierra. Pronto descubre que así como él se propone salvar el libro, hay quien quiere deshacerse para siempre de él y cualquier rastro de su autor.

Es una novela de intriga literaria, que revela algo sobre el valor de la literatura. Condena, de paso, la crueldad humana.

“Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma,” le dice el padre de Daniel cuando lo lleva al peculiar cementerio. “El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte.”

En tono de crítica, podría señalarse la propensión a los clichés del refranero popular, los personajes estereotípicos, las descripciones poco trabajadas y el abuso de los verbos sucesivos en muchas oraciones.

Podría señalarse también algunas irregularidades de trama e incluso de estructura -- como un gazapo muy notable en que una misiva contradice parte de la trama que se desarrollará más adelante.

La novela tiene sus faltas, pero destacarlas demasiado sería robarle sus virtudes: un ritmo excelente, un enlace de tramas que me pareció genial, la tensión constante, y toda la pasión que Ruiz Zafón derrochó en ella. A veces parece que hablara de algo que conoció muy de cerca.

Está además esa crítica punzante de la guerra y de la corrupción que surge cuando Ruiz Zafón hurga en la historia no tan remota de España:


“Nada alimenta el olvido como una guerra, Daniel. Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demás, es una ilusión, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás”.


Una lectura más personal es que, desde este otro hemisferio americano, sentí una conexión verdadera a España en la lectura de «La sombra del viento». Como tataranieto de la vieja Iberia, encontré que decimos las mismas cosas; que arrastramos los mismos fantasmas; que, para bien y para mal, somos los mismos de siempre.

En última instancia hay otro asunto importante. Esta novela gusta. Es un éxito. En la obra, el personaje principal tiene el cometido de salvar una novela, y tal vez hay algo similar en el logro de este autor: rescatar a fuerza de tramas a la novela española de su aparente abandono.

2 de mayo de 2006

Un lugar para ser humanos.

La poetisa Emma Lazarus imaginó un refugio para el mundo: un lugar en el que no importara el origen del ser humano.

Ese lugar no sería el imperio que se basaría en las conquistas militaristas de antaño, sino en una compasión que trascendería los intereses de la comodidad y el poder.

Eso lo plasmó ella en un poema, dedicado a la Estatua de la Libertad, aunque parece que es la estatua la que se dedica a esos versos. La estatua existe. El símbolo está allí, en el puerto de Nueva York. Yo mismo he visto sus dedos de cemento verde. Caminé por sus adentros hasta los predios de la antorcha.

Recuerdo algo de la emoción con que José Martí, aquel otro gran poeta del mundo, relataba los hechos del veintiocho de octubre de mil ochocientos ochentiséis, cuando se inauguró la estatua. Leí ese ensayo periodístico una noche que, por causalidad y no casualidad, el avión en que regresaba a casa sobrevolaba la señora estatua. En él, Martí decía que aquellos que tienen la dicha de la libertad no la conocen y que todos tienen que dejar de hablar tanto de ella para conquistarla, porque es un bien que se pierde.

Allí, más cerca de los dedos grandes de la estatua, leí otra tarde aquellos versos de Emma Lazarus, que aquí comparto, porque no tienen bandera ni tiempo.


El nuevo coloso.
Emma Lazarus.

No como el broncíneo gigante de helénica fama,
con sus conquistadores miembros de tierra
a tierra encajados;
aquí en nuestro crepúsculo del mar bañado,
puentes se afirmarán.
Poderosa mujer con antorcha,
cuya flama es a los prisioneros luz,
y Madre de los Exilios es su nombre.
En su mano el faro refulge a todo
el mundo la bienvenida,
de sus suaves ojos bajo el mando.
Y en el aire tendido el puerto, puente que
mellizales ciudades fragua.
‘Guarden sus antiguas tierras, sus historiadas
pompas’, ella grita.
‘Dénme a mí sus cansados, a sus pobres,
a sus masas apretadas, que anhelan respirar libres,
los miserables rechazados de sus prolíficas costas.
Envíen a esos, a los desahuciados, arrójenlos a mí,
¡que yo elevo mi faro junto a la dorada puerta!’


30 de abril de 2006

Lo que una pequeña princesa sabe de la vida.

Casi me da vergüenza admitirlo, pero hay una historia de niños -- y podría decirse de niñas-- que me cautiva. Tanto que he visto más de cuatro veces su magistral recreación en película por el director mexicano Alfonso Cuarón. Es «A Little Princess» («Una pequeña princesa») de Frances Hodgson Burnett, una lumbrera de las letras inglesas a quien se conoce más por su obra «The Secret Garden» («El Jardín Secreto»).

En ella se narra la historia de Sarah Crewe, una huérfana de madre e hija de soldado inglés que, después de vivir en la India, queda internada en un colegio de Nueva York, mientras su padre va a la guerra. La niña, cuya imaginación se nutre de los mitos hindúes en torno al dios Rama, queda bajo el cuidado de la directora de la escuela -- una mujer realista y amarga.

Toda la tensión del drama, cuyos detalles no revelaré para quien se interese en verlo o leerlo, se fundamenta en la lucha entre el pragmatismo de la directora de la escuela y la imaginación optimista de la niña; entre la rigidez de las normas sociales y el simple gozo de vivir; entre la división de clases y el reconocimiento de una hermandad común.

Es una historia que tiene, más que estereotipos, sus arquetipos. Es, hasta cierto punto, la historia de cada uno de nosotros ante las crueldades de la vida.

La cuestión crucial de esa confrontación parece ser esta: Al final de cuentas, tenemos una versión de la vida que creemos posible.

23 de abril de 2006

Un vacío lleno de formas.

“La pianiste” es una película horrible. Deja un sabor amargo en la conciencia y un deseo de no desear nada; eso, aunque se presenta como la historia de pasiones secretas.

Resulta que las pasiones y las crueldades son hermanas, y se expone en este filme una gran contradicción: la rígida disciplina que exigen las bellas artes para ser bellas. Un pianista, una pianista, deben someterse a la tortura de numerosas prácticas; a la reproducción estricta de la composición; a la precisión de tono, tempo y temperamento, para que la música sea. Lo mismo sucede, con otras formas, en las demás artes.

En “La pianiste”, un filme francés que salió en 2001, se expone ese sometimiento del artista a su arte, hasta el punto de que el artista pierde algo de la experiencia humana en la búsqueda de la perfección de expresión. En este caso, la represión que resulta se extiende a la vida de relaciones de la maestra de piano que es el personaje principal, una mujer de apariencia clásica con ansias sexuales insatisfechas que se convierten en aberraciones y la llevan a la enajenación.

Esta preocupación del artista por la belleza, qué es. ¿A qué tanto empeño? ¿Es simple exhibicionismo? ¿Deseo de aprobación? ¿Un vacío lleno de formas? ¿No es el arte, después de todo, artificio y, por tal, artificial?

La película lo muestra así. En la repugnancia que genera, con uno de los desenlaces más antirománticos y antiheroicos que se puedan concebir, está su logro. Para aquellos de nosotros que aspiramos a la expresión --llámese musical, plástica o literaria-- es una advertencia. La belleza no le pertenece a las formas, aunque vista su ropaje.

16 de abril de 2006

El diseño divino en pantalla de plasma

Se deslizó una compuerta por encima del altar, como sucedería en un episodio de ciencia-ficción, a lo Star Trek. Detrás, dos hombres, vestidos en blancas sotanas, estaban inmersos hasta el pecho en una alberca de cristal.

Uno de ellos, un diácono, ayudó al otro a sumergirse de espaldas. Lo vimos hundirse y emerger sonriente, con el agua a chorros.

Acababa de cumplirse el rito más importante de la religión bautista: el bautizo por inmersión, tal como ellos dicen que sucedió en los tiempos de Jesús.

No cuesta mucho concordar con ellos cuando profesan que ese rito es un acto simbólico -- y que, por tanto, no tiene sentido que un niño pase por el sacramento. Hay que tener uso de razón y una “edad de responsabilidad”, dicen ellos, para aceptar la salvación. Antes de que se fragüe ese juicio, a uno le pertenece el reino: interesante paralelismo a la enseñanza de Jesús y a la pérdida de inocencia del Edén.

El baptismo acepta las Escrituras como única autoridad. El pastor es alguien que las presenta. Los diáconos y miembros del consejo se escogen por sufragio democrático. Sus iglesias son cuerpos autónomos y apolíticos.

Y está la mejor parte: el principio de la libertad del alma. En el mundo bautista se considera, en rasgos generales, que cada cual nace con el derecho de escoger su culto, o de no escoger ninguno.

Esta autonomía operativa, razonabilidad de principios y aferración a la letra explican por qué los bautistas se encuentran mayormente en Estados Unidos. Es el tipo de credo que puede adoptarse sin resquemores en una nación que se forjó en base a este tipo de principios: libertad de fe; una Constitución casi infalible; y un deseo de supeditar casi todo a la razón.

Pero esta iglesia donde presencié el bautizo se parece demasiado al estadounidense promedio, hasta el punto de que no hace más que reflejar su mundo circundante.

El servicio que siguió a la ceremonia parecía un programa de esos que se conocen como “Reality TV”, la modalidad de entretenimiento que consiste en seguir las vidas de gente ordinaria -- comprimidas y dramatizadas a una conveniente hora de duración, y presentadas como si fueran alguna especie de juego. Como si toda la vida fuera un juego.

El altar no era altar, sino una réplica teatral de una casa, con muebles, televisión y armario de ropa incluidos. Sobre el escenario, se suspendían esas pantallas de plasma que muchos templos de vanguardia usan para acompañar sus servicios de entretenimiento audiovisual. La música no era de órgano ni piano, sino una combinación del pop melodramático y la rebeldía del Rock ‘n’ Roll. Solamente se necesitaba un par de porristas en falditas tachonadas para hacer religión estilo American Pie.

Sin dudas, esta iglesia evolucionada gusta. Los dos servicios de la mañana estaban llenos, mayormente de anglosajones en pareja. Y es tal vez porque a esta religión al estilo norteamericano no le faltaba el tinte paternalista de los libros de autoayuda.

Más que proveniente del evangelio, el tema parecía desprenderse de los libros de John Gray, aquel que dijo que los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus. “Ya sabemos que los hombres y las mujeres son diferentes, descubramos por qué”, decían los panfletos de la iglesia. Sería toda una semana para discutir el “diseño divino” -- que no es más que la historia de que Dios es un ingeniero que nos hizo (hombre y mujer, nos hizo) para que fuéramos lo que somos.

Uno de los temas en agenda para esa serie: Los sí y no de la moda.

Lo juro, hablo de una iglesia, aunque no parezca.

El pastor, más que dar un sermón mostró (en pantalla gigante y con sonido estéreo) su propio “reality show”, un cortometraje sobre un día en que él y su esposa invirtieron papeles. Y a él, por supuesto, le tocaron esas tareas del estereotipo femenino: hacer desayuno, llevar los hijos a la escuela y limpiar la casa, para terminar el día cansado y sin deseo de intimidad. Vaya sorpresa.

El único momento en que el pastor se acercó a alguna cuestión vital fue cuando se refirió a la tradición de “spring cleaning” de la clase media estadounidense, cargada como está --esta pobre gente rica-- por su pesado cuerno de la abundancia. Aunque sea a crédito. Hablaba de la “limpieza de primavera” que se da cuando las personas en esta situación de comfort miran el desorden de objetos que acumulan en sus casotas y --sintiendo tal vez un vacío de significado-- deciden simplificar sus vidas. Esto lo hacen botando o vendiendo lo que les sobra. Y otros, que están en la misma situación, les compran sus tiestos en “garage sales” o por Ebay; y los primeros compran las basuras de otros, de manera que, al final, todo queda igual de abarrotado. Salen unas cosas y entran otras.

El pastor decía que cuando uno mira el desorden que tiene en su garage no sabe por dónde comenzar, como suele sucedernos en la vida:

—¿Adónde comienzo? --decía-- La vida se vuelve tan desordenada a veces, por todas las cosas que acumulamos y arrastramos, que es difícil saber siquiera por dónde comenzar.

Pero en vez de explorar más esa cuestión, ese vacío, el pastor dejó que el coro cantara una alabanza mientras el público seguía las letras en las pantallas. Esta era su oferta, una mezcla de realidad manufacturada y karaoke espiritual.

Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

14 de abril de 2006

Viernes Santo, un año atrás

Hace un año escribía yo -- aquel yo -- una carta a alguien, en Viernes Santo, y esto fue lo que salió, que no es lo que saldría si lo escribiera hoy:

Es viernes santo y, aunque no creo en nada, recuerdo aquel espacio de mi niñez en que el ambiente trastocado de la fe me hacía creer que este día realmente era especial. Era el único día del año en que las emisoras de radio silenciaban la cacofonía de merengues para poner música de muertos, como le decíamos entonces a los clásicos. Ese día no se trabajaba, ni siquiera para barrer el polvo fino que se asentaba en la madera oscura de las mecedoras. Ese día comíamos habichuelas con dulce y galletitas de leche. Ese día nos portábamos bien y guardábamos luto. 
Se decía que si en ese día se arrancaba de raíz una planta que se llama “Cardo de Cristo” saldría sangre de sus raíces y tallo espinoso. La sangre de Cristo. Ese día la misma tierra estaba viva y tenía uno que cuidarse de no pisar muy duro para que no le doliera al ser sagrado que la habitaba.
Aquello parece otra vida que tuve hace siglos, aunque no hace tanto. Y es tal vez en esa vida donde se encuentran también mis raíces narrativas. Una parte de mi todavía ve el mundo como un gran ser vivo que está lleno de misterios. La otra parte, tallada por más de una década de experiencia periodística, es completamente escéptica y hasta cínica.

Escribo desde esos dos polos, sin que haya todavía un balance.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

6 de abril de 2006

El cristianismo no es lo que parece

Los noticieros del mundo amplificaron hoy el anuncio de la traducción del Evangelio de Judas, un documento antiguo que estuvo en manos de coleccionistas. La causa de alarma es que este escrito apócrifo —que no debería significar “falso” sino “secreto”— presenta una versión distinta del drama cristiano: una en la que Judas no es traidor, sino tal vez el discípulo más comprometido — porque desempeña un papel crucial y acordado para que se cumpla lo que se tiene que cumplir en la inmolación del Mesías.

Esto no es nada nuevo. Hace décadas que existe una nutrida colección de evangelios apócrifos que se descubrieron en Nag Hammadi y presentaron al movimiento cristiano primitivo a través de los evangelios secretos de Tomás, Juan, e incluso María Magdalena. Se sabía que el de Judas existía. Ese era el gnosticismo de la era formativa del cristianismo, un misticismo de diversas visiones que en última instancia enfatizaba el derecho del ser humano a experimentar la verdad divina en sí mismo.

En el campo del ensayo existe un libro mayormente desconocido, del escritor dominicano Juan Bosch, que me pareció brillante en su tiempo. Se titula «Judas Iscariote, el calumniado», donde Bosch presenta una trama alternativa del discípulo que las iglesias aprendieron a odiar. Allí decía Bosch que “el amor une, pero no fanatiza; lo que fanatiza es el odio”. Asunto para reflexionar.

¿Y qué tal la interpretación literaria (y visionaria) que ofrecía el novelista Nikos Kazantzakis en su obra «La última tentación de Cristo», que se convirtió en una película condenada por los quemalibros?

En ella, Jesús instruía a Judas, diciéndole (es mi traducción del inglés):

“No grites, Judas. Este es el camino. Para que el mundo se salve, yo, de mi propia voluntad, debo morir. En un principio yo mismo no lo entendía. Dios me ha enviado señales en vano: a veces visiones en el aire; a veces sueños mientras duermo; o el cadáver del chivo en el desierto con todos los pecados de la gente alrededor de su cuello. Y desde el día que salí de la casa de mi madre, una sombra me ha seguido como a un perro o a veces ha corrido frente a mi para mostrarme el camino. ¿Cuál camino? ¡La cruz!”


Este tipo de sugerencia ya se encontraba también en esos escritos secretos del cristianismo que quedaron excluidos del canon que aceptan —ciegamente, diría yo— las iglesias.

Ahora los estudiosos de estos asuntos confirman, en base a manuscritos antiguos, una versión parecida —y digo “una versión” no un relato cierto, porque todas las escrituras no son más que eso: versiones— a las de escritores como Bosch y Kazantzakis.

En fin: el cristianismo original se parecía poco al de ahora, porque admitía diversidad espiritual y no le quitaba al ser humano la dignidad de encontrar la salvación sin necesidad de intermediarios. Al contrario, la religión era para vivirla en carne propia.

Como decía Jesús en El Libro Secreto de Santo Tomás, otro de los evangelios suprimidos, al explicarle a sus discípulos el Reino de los Cielos:

“Qué vergüenza de ustedes que necesitan de un defensor. Qué vergüenza de ustedes que esperan necesitados de la gracia. Benditos sean aquellos que hablan y que adquieren la gracia por sí mismos”.


Pero los cristianos son los primeros que no conocen su historia — y, si la conocieran, yo sostengo que muchos no serían cristianos. A mi me ha inquietado hace décadas el hecho de que el cristianismo que tanto nos influye es una supresión del cristianismo original. Es una reducción y una dogmatización de la espiritualidad.

Ojalá y todo este revuelo sobre el otro Judas ilumine un poco a quienes se atreven a asegurar que la Biblia manufacturada de nuestros días, y los cultos que resultan de ella, son asunto infalible. Pero lo dudo. El fanatismo es demasiado fuerte.




Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

8 de marzo de 2006

Los lugares que fuimos.

A veces me parece
que vivo en Brooklyn
y que el tren jota pasará muy cerca de la ventana.

O que me apresuro
por la calle empedrada
de mi viejo barrio
santiaguero,
camino al colegio,
porque se me hace tarde para la clase de dibujo.

O que el estacionamiento subterráneo
guarda un espacio para mi vehículo,
que llega chorreando
los caños de la última lluvia.

Todavía veo aquellos pasajeros
que iban y venían
todas las mañanas
por el parque de los chachases,
o los niños que comían huevos salcochados
en la frontera con Haití.
Viajo por la carretera oscura entre Albany y Nueva York.

Los lugares que nos afectan
viven en nosotros,
aunque nosotros
no estemos en ellos.

Y no tengo más
que estacionarme
unos minutos
frente al último edificio en que vivimos,
a preguntarme
si todavía hay una plaga de cucarachas
en el segundo piso,
o si el amistoso vecino
deja revistas viejas
frente a mi puerta –
si no es que murió.

Nosotros,
los migrantes,
andamos esparcidos por el mundo.

5 de marzo de 2006

La novela y el escritor.

Gabriel García Márquez repetía una vez el enunciado de que escribir un cuento es vaciar en concreto y escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir ficción es, desde ese punto de vista, trabajo de construcción.

Es una metáfora interesante, especialmente para aquellos de nosotros que nos hemos visto embarrados de cemento entre las ruinas de alguna novela en construcción. La novela no es nada fácil. Aún cuando existe el talento para hilar oraciones y parir imágenes (ya de por sí un reto), nadie escribe un tratado de cientos de páginas en un rapto de inspiración-- como sucede con una poesía, o a veces con un cuento.

El novelista es arquitecto, ingeniero, albañil y jardinero de su proyecto. Tiene que dominar lo conceptual y lo práctico para que cuando se entregue en alas de la inspiración se dé una narrativa coherente, de principio a fin. Esto lo digo después de numerosos intentos fallidos: Escribir una novela que se diga novela es algo serio.

En esa misma complejidad late el potencial del género, y su atracción.

19 de febrero de 2006

El espíritu de gozo en una bolera

No sabía qué esperar de los luteranos. Conocía muy poco de ellos, a pesar de que son la rama del cristianismo que se desprendió de una de las rebeliones más importantes de la historia occidental. Hablo de la Reforma que originó el teólogo Martín Lutero a partir del siglo dieciséis, cuando criticó las práctica de vender indulgencias a cambio de la salvación y cuestionó otros principios de fe dentro del catolicismo todopoderoso de la época.

Es a Lutero a quien debemos todas las tradiciones protestantes que se separaron del catolicismo y es a Lutero a quien debemos la disponibilidad en idiomas de uso común del conjunto de textos que se conoce como la Biblia -- base de numerosas interpretaciones, así como también (nos guste o no) de la moralidad de todas las naciones de América, muchas de Europa y otras alrededor del mundo.

A Lutero, en fin, le debemos el resurgimiento del cristianismo como un movimiento mayor que el catolicismo. El luteranismo es, pues, la versión evolucionada de la fe que Lutero vislumbró cuando inició su separación de la tradición eclesiástica a la que él mismo perteneció.

Pero nunca imaginé el luteranismo de esta manera, más cercano al talk show televísivo que al púlpito tradicional. Asistí hoy a la Iglesia Luterana Espíritu de Gozo (“Spirit of Joy Lutheran Church”) al este de Orlando, escogiéndola al azar para iniciar --según anticipé en una nota reciente-- esta exploración del deseo de pertenecer que nos atrae desde tiempos inmemoriales a los templos. Lo que me atrajo de esta iglesia en particular, a la hora de comenzar esta excursión espiritual, fue la conveniencia de horario y que ofrecían un “servicio contemporáneo” al que especifican que se asiste en ropa casual y, por lo tanto, en una atmósfera un tanto más relajada que la que se asocia con las iglesias.

Para alguien que no asiste por gusto a cualquier iglesia en algunos dieciséis años, como yo, se vuelve un reto traspasar siquiera el umbral de un templo, y aún mucho más comprometerse al rigor del servicio, a las miradas extrañas e, incluso, a ceder a la posibilidad de que crees en algo. Me perturbaba la posibilidad de que se esperara de mi alguna especie de conversión.

Desde que llegamos (digo “llegamos” porque esta es una exploración en la que participo con mi esposa e hijos) al estacionamiento hasta que cruzamos la puerta y nos escondimos en algún lugar de la librería supimos que los demás nos reconocían como extraños -- y nos trataban con una amabilidad realmente sospechosa. Me dieron tantos buenosdías que para cuando llegamos al interior ya no los contestaba. Simplemente sonreía. El evento era tan casual que nosotros -- acostumbrados a la ropa dominguera de la cultura católica -- éramos los mejor vestidos, aún en nuestra versión casual. No digo esto para alardear, sino porque era otra de esas señales que anunciaba nuestra extrañeza.

La amabilidad que nos atosigaba era más notable porque todos se ponían etiquetas en las que figuraba el nombre, de manera que los saludos ya no eran los simples buenosdías, sino “Buenos días, VICTOR. Bienvenido a la iglesia”. El pastor, Jeff Linman, nos saludó personalmente. Definitivamente, no había manera de pasar desapercibidos.

Sin embargo, no duró la incomodidad. Una señora de claros antecedentes alemanes, como el mismo Lutero, nos puso conversación -- y resultó que teníamos en común la procedencia de estados más fríos y la estadía anterior en un pueblecito del oeste de Virginia que se llama Roanoke. Hablamos un rato de la iglesia, de Roanoke, del once de septiembre. Lo bueno de esa conversación, que a mi me pareció genuina, es que en ningún momento se discutió el enredo la fe.

Nos enteramos que la iglesia en que estábamos fue una bolera hasta unos meses atrás, y que la congregación trabajó para transformarla en un templo, con escuela dominical y guardería incluidas. Eso me explicó porque dos bolos dorados decoraban un mostrador (ya pensaba yo que los bolos no eran ningún símbolo cristiano) y me hizo sentir admiración por la pequeña congregación.

Lo interesante fue el servicio. Entramos a lo que antes eran los carriles para el boliche, ahora transformados en una rampa que descendía hacia un sencillo altar -- una mesa de madera sin otras decoraciones que un par de velas y una cruz sin ornamentos. Encima del altar había una pantalla que constituía parte de un sistema audiovisual, y a los lados del altar el equipo de música de la iglesia, con baterías, guitarras eléctricas, un piano y la línea de micrófonos tras los que se presentaba un coro de tres personas. La música irrumpió con una alabanza animada hacia la fe, mientras en la gran pantalla se proyectaban imágenes de cataratas, montañas y horizontes llenos de color, luz y armonía.

A eso se añadió el estilo relajado del pastor, que en un momento tierno se recostó sobre el piso para charlar con los niños. Les comentó en lenguaje sencillo sobre el que sería el tema de su sermón: ¿Por qué cielos estamos en la Tierra?

Tamaña pregunta.

Es de esperarse que el pastor dijera que Cristo es el único que puede contestar ese cuestionamiento, pero no lo dijo de una manera muy insistente ni textual. Explicó luego que empezaba una serie de exploraciones en torno al tema, fundamentadas en uno de los libros más vendidos de los últimos dos años en Estados Unidos: «Una vida con propósito: ¿por qué estoy aquí en la Tierra?» («The Purpose-driven Life: What on Earth Am I Here For?») del también pastor Rick Warren -- aunque ese lideréa una iglesia bautista (es decir, no luterana) en el sur de California.

Puede parecer chistoso, pero el pastor de esta iglesia respondió a ese cuestionamiento existencial con una imagen que sacó de los dibujos animados, nada más y nada menos que de Popeye, el marinero comespinacas. Contó como entre Popeye, Olivia y Brutus existía una tensión en la que Brutus siempre llevaba a Popeye hasta el punto de que aquel reventaba y decía que “no podía aguantar más” (“...can't stands this no more”) y en base aquel impulso (¿de desesperación?) se convertía en el héroe que salvaba el día. Un héroe titubeante. Si nos falta propósito en la vida, decía el pastor, tenemos que mirar de igual manera a los desarreglos del mundo que no podemos soportar (ya sea la pobreza, la guerra, la injusticia, para poner unos ejemplos) y que en eso que nos agita encontraremos un propósito para batallar, dar lo mejor de nosotros y, en fin, servir por nuestras acciones la gracia de Dios.

Nunca imaginé esta actitud de los luteranos, a quienes por la seriedad de su fundador (y los chistes que de ellos se dicen por otros lados) yo concebía como un grupo de personas rígidas y aferradas a la interpretación del texto. Encontré todo lo contrario: una disponibilidad a mirar hacia otros lados (incluso hacia iglesias “rivales” como los bautistas o hacia fuentes tan triviales como un viejo programa de dibujos animados) para encontrar la inspiración. No sé si esta es la norma de los luteranos, tampoco si era lo que Lutero tenía en mente, y desconozco si este es solamente el ambiente del templo que antes fue bolera, pero para mi fue una experiencia refrescante -- que por momentos me hizo pensar en una fe tolerante y abierta a otras interpretaciones de la vida.

El pastor, además, formulaba las preguntas correctas, porque si hay algo que debería competerle a una iglesia es qué cielos hacemos en este mundo, por qué estamos aquí, quiénes somos. Lo único que me disgusta es que a esa exploración se le condicione a una sola respuesta posible.

A pesar de eso, cuando llegó el momento de tomar las manos de otros en oración lo hice sin dudas. Visualicé de nuevo esas montañas, esos cielos y esas cataratas que se veían en la pantalla cuando la canción de entrada hablaba de Dios.



“¿Qué quiere decir tener un dios? ¿O, qué es Dios? Respuesta: un dios significa aquello de lo que esperamos toda bondad y en lo que buscamos refugio en horas de desesperación, de manera que tener un Dios no es nada más que confiar y creer en El con todo el corazón; como he dicho con frecuencia, que sólo la confianza y la fe del corazón hacen tanto a Dios como al ídolo”.

Martín Lutero.





Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

9 de febrero de 2006

El deseo de pertenecer

La religión es uno de los temas más incómodos para mi. Me fastidia que alguien me pregunte a cuál iglesia pertenezco, igual que me importuna cuando alguien quiere que le revele mi salario. La razón es porque quienes hacen esas preguntas en la mayoría de los casos lo que quieren es juzgar. Quieren determinar el valor de la persona con quien hablan.

Lo peor es que no quieren respuesta. Son como el vendedor que busca un enganche -- igual que una señora que me detuvo el otro día en el estacionamiento del supermercado:

-- Hijo, ¿no te gustaría vivir en un lugar como este? -- me preguntó.

Levantaba una revista para que la viera. Mostraba una escena en la que hombre, mujer y niños reposaban sonrientes alrededor de leones, tigres y fieras apacibles. Estaban de picnic en un campo abierto. Había todo tipo de alimentos sobre un mantel. El cielo se veía resplandeciente.

-- No --le dije de una vez--, no quiero vivir en un lugar como ese, porque ese lugar no es nada más que un dibujo.

Otros exhiben todo el interés de sacarme de las llamas del infierno. Lo que molesta no es la buena voluntad, sino que ellos suponen que quienes no siguen su religión de misa y domingo están condenados.

Aprecio los mitos de varias religiones, pero me deshice hace tiempo de la idea de que un grupo tiene los derechos reservados a la verdad. Todos tenemos derecho a la dicha espiritual.

Y, sin embargo, a veces siento la necesidad de pertenecer a algo mayor que mi mismo, porque estamos hechos para la vida en comunidad. Las iglesias son unos de los pocos lugares que suplen esa necesidad en un mundo cada vez más fragmentado.

Solamente por eso me atraen.

Aun así, no satisfago el requisito de la fe ciega. Es por eso que, después de muchos años, asistiré pronto a servicios religiosos, pero sin que nadie me posea. No iré a quedarme en ningún lugar. Un domingo iré a la católica y otro a la espiscopal. Un día a la metodista y otro a la luterana. Un día a la pentecostal y otro a la bautista. Iré quizá a una mezquita y a un templo budista.

No sé hasta cuándo. Hasta que pierda el interés. Y compartiré aquí las observaciones que resulten de esa excursión.


Las paradas de la excursión:



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