2 de diciembre de 2007

El grito desgarrado de Reinaldo Arenas.

La carátula de esta edición de «Antes que anochezca» presenta una fotografía de un Reinaldo Arenas viril y despeinado que divisa a lo lejos con intensidad, sin fingir una sonrisa. Es un hombre de mirada trágica, pero altanera. Le delata el pelo revuelto y la verruga anarquista detrás de la oreja.

No he leído memorias como estas – y, de seguro, no las hubiera leído en otros tiempos, o de saber siquiera las minuciosidades de lascivia y tragedia a las que me iba a llevar este escritor. Es una obra rabiosa. Pero también es una obra orgiástica, incómoda para los que somos del sexo convencional. Es una declaración de la más abierta homosexualidad, pero no es sólo eso. Es también un testamento de dignidad a pesar de todas las indignidades.

Es un libro que no complace a muchos bandos. Ofende a la derecha por su promiscuidad, un reto declarado a los guardianes de cualquier moral. Ofende a la izquierda por su condena del caudillismo de Fidel Castro y la crueldad de su comunismo. Ofende a los capitalistas por la crítica de su grosera afición al dinero. Ofende al exilio cubano en “El Mierdal” de Miami por lo que expresa como la brutalidad de su resentimiento, aunque este fuere justificado. Ofende a los ideólogos, a los escritores y a los intelectuales que justifican la maldad. Ofende a la vida misma, por la manera en que el autor desea, al fin, el abrazo de la muerte.

Es una autobiografía --hecha película en «Before Night Falls», merecedora de quince nominaciones y once Óscares hace ya unos años por el director Julian Schnabel, el escritor Cunningham O'Keefe y el actor Javier Bardem-- a veces muy detallada en las particularidades de un círculo vicioso. Es pedestre en el afán de relatar la sucesión de los hechos en una Cuba infernal. Pero se eleva, sobretodo por la honestidad de su expresión, en pasajes poderosos como cuando Arenas habla del inevitable deseo de denuncia que perjudicaría su carrera por los encasillamientos políticos:

“...cómo podía yo después de veinte años de represión callarme aquellos crímenes... Nunca me he considerado un ser ni de izquierda ni de derecha, ni quiero que se me catalogue bajo ninguna etiqueta oportunista y política; yo digo mi verdad, lo mismo que un judío que haya sufrido el racismo o un ruso que haya estado en un gulag, o cualquier otro ser humano que haya tenido ojos para ver las cosas tal como son; grito, luego existo”.


Leer las memorias de Arenas es exponerse a ese grito, aunque duela.

Compartir un libro.

Compartir un libro es una de las obras más caritativas que a uno se le pueda ocurrir.

Hablo de compartir un libro y no de regalar uno sin estrenar. Hablo de prestar o dar uno que esté manchado con la grasa de la propia piel; que tenga estrías de uso en su carátula; y que lleve tal vez líneas subrayadas en esos puntos de lectura donde el relato estalla para decir algo revelador.

He sido el destinatario de varios de estos regalos, y siento que ellos contribuyen a una formación guiada por la relación. Ese tipo de lectura supera la del temario de cualquier academia. La única manera de agradecer esas dádivas es compartiéndolas a su vez.

16 de noviembre de 2007

McDonald's descubre a Macondo.

La exageración maravillosa del realismo mágico podrá ser cosa del pasado --esplendoroso, pero aun pasado-- en la literatura hispana, pero en Estados Unidos es la sensación. Ello se debe a una extraña intersección entre la cultura popular y la literatura. Y a un autor: Gabriel García Márquez.

El famoso escritor colombiano está de moda.

Su novela «El amor en los tiempos del cólera» encabeza la lista de los más vendidos, tanto en español como en inglés. Su «Cien años de soledad» es de los libros favoritos de los hispanos en Estados Unidos. Y su más reciente «Memorias de mis putas tristes» no se queda atrás.

¿Por qué esta fascinación que llega con veinte a treinta años de atraso? Es muy sencillo: Oprah descubrió hace poco la prosa lírica de García Márquez. Y libro que la reina del talk show bendice es libro que se consagra en el mercado estadounidense.

Hollywood también ayuda, con el traslado al cine de «El amor en los tiempos del cólera».

Es buena noticia para los que apreciamos la literatura en español, pero a la vez es un signo de la falta de reconocimiento de esta en el mundo anglosajón. Es una oportunidad para abrir puertas y ventanas -- y que así como fluyen influencias de norte a sur, haya una retroalimentación que nos enriquezca a todos.

18 de octubre de 2007

Jugar Pokémon con las palabras.

Hará algunos diez años que la palabra Pokémon entró a mi vocabulario, y todavía no sé lo que significa. Mi trabajo consistía en investigar y escribir sobre las escuelas y la educación. Estaba en contacto con administradores de distritos escolares, maestros, padres y, de vez en vez, los mismos estudiantes en torno a quienes giraba el sistema.

Una de mis fuentes me habló de Pokémon.

Era un nuevo juego de origen japonés, toda una sensación entre los niños de primaria e intermedia cautivados por el mundo de ánime: unos dibujos animados y etéreos que parecen habitar un plano paralelo al nuestro.

El Pokémon, según lo entendí entonces, consistía de una serie de tarjetas, similares a las que contienen las fotos y estadísticas de jugadores de béisbol. Pero estas cartas, me explicaron, eran la clave hacia un mundo de fantasía. Eran algo así como las fichas de identificación de seres imaginarios. Ahora ese mundo se extiende a videojuegos, dibujos animados, peluches, y cualquier otra cosa que se pueda vender.

Particularmente recuerdo al Pikachú -- un ratoncito gracioso y sonriente que vive en las selvas, los planos y, con frecuencia, cerca de las plantas de generación eléctrica de muchos lugares del mundo. Según el saber del Pokémon, un grupo de estos animalitos sobrenaturales puede generar una tormenta eléctrica.

Archivé el asunto en la memoria, aunque más de una vez consideré escribir sobre el fenómeno cultural. Algunas escuelas prohibían las tarjetas porque distraían demasiado a los niños y porque el intercambio de estas causaba conflictos típicos de una manada de mercaderes.

El Pokémon sigue vivo y constituye una franquicia multibillonaria de la empresa de videojuegos Nintendo. Un niño de ocho años sabe tanto de Pokémon como algún profesor clásico podría saber de mitología griega.

Hay muchos críticos del Pokémon. Hay cristianos fundamentalistas que le consideran diabólico. Hay musulmanes fundamentalistas que le consideran un juego zionista. Hubo judíos que lo tildaron de antisemita. Y hubo un conocido incidente en Japón en que cientos de niños cayeron con ataques epilépticos porque la fluctuación de colores en un episodio de los dibujos animados activó un mecanismo en su cerebro.

Mi crítica del Pokémon es más o menos literaria.

Cayó en mis manos una de las "novelas gráficas" de Pokémon, y empecé a leerla, si es que se puede llamar leer a ello.

Este libro se lee al revés, de derecha a izquierda. Eso está bien, algo acorde al género. Pero en algunas veinte páginas tal vez había dos oraciones completas. Las demás eran más o menos esto: ¡Diiiiinng!... Wvooosh. SWSH, SWSH, ¿Whaaaaa? Qu... Qué. Cáraj... o... es esto. TERREMOTO.

Pura jerigonza. Todo sinsentido. Las pocas oraciones que hay empiezan una idea y la dejan colgando. El pensamiento de la historia carece de lógica. Como diría el libro, todo ello no es más que Sssshrqhtkkkk... ¿Me doy a entender?

El libro no es tradicional, así que no indica su tirada. ¿Cuántos de estos se imprimieron y en cuántos idiomas? No me parece descabellado suponer que por lo menos se trata de decenas de miles de libros. Probablemente un bestseller.

Vale preguntarse si los muchos niños que consumen este tipo de literatura --y que en general forman parte de esta cultura de rapidez, videojuegos y estallidos-- aprenderán alguna vez a pensar en oraciones completas. Sin moralismo alguno me pregunto qué mundo surgiría de una sociedad en la que el pensamiento... SWSJHHH! Khsjyu... ¡Bum! Wow. ...En la que el pensamiento simplemente no tiene sentido.

22 de septiembre de 2007

La 'suma prontitud de ánimo'



Yo era un muchacho de algunos diez años que acababa de cometer una travesura. Mi madre se cernía sobre mi. Yo encogía mi cuerpo y escondía mi cabeza bajo los brazos en postura defensiva. Pero el golpe no llegó.

Dos mujeres estaban a la puerta con Biblias en mano y sonrisas forzadas. Mi madre no tuvo el valor de golpearme delante de ellas. Eran Testigos de Jehová y venían --en el momento más oportuno e inoportuno, dependiendo de quién lo dijera-- a predicar sobre el Reino. Nadie las había invitado.

Tal vez por esa gratitud postergada no me molestó cuando en la peor hora de la mañana --ese momento en que uno quiere organizar su día-- llegaron dos hombres a la puerta, con Biblias en mano y el mismo fin de hace todos esos años.

Mi compañera decide que no quiere nada que ver con estos evangelistas y se esconde en una parte de la casa desde donde puede oír sin tener que participar. Sabe que no sólo voy a abrir la puerta, sino que además los invitaré a que pasen y que me enfrascaré con ellos en una charla que no es otra cosa que un callejón sin salida.

Hace días que nos viene rondando esta pareja de Testigos. Ella los ha evitado y ha concertado citas en otros lugares, lejos de casa, precisamente a esa hora en que sabe que vendrán. Yo esperaba esta oportunidad. Pienso que estos dos no saben en el rollo que se han metido, mientras los invito a ocupar un sofá.

Conozco bastante de los Testigos de Jehová. En mi adolescencia no encontraba mucho material de lectura, así que aceptaba con alegría y anticipación las ediciones en español de La Atalaya y ¡Despertad! que una vecina me cedía.

Pero no hay duda de que no comparto ni me interesan mucho sus creencias: Su convicción que que poseen la verdad; ese enfásis en la cita bíblica; las disputas de tecnicismos como que Jesús no murió en una cruz sino en un madero y que es Jehová y no Yaveh. Ni la idea persistente de que vivimos en los Tiempos del Fin; ni el paternalismo de considerar que los adeptos de otras religiones no-cristianas son una especie de hermanos menores que necesitan de su auxilio. Y mucho menos ese afán de ganar adeptos para el paraíso que pintan en sus revistas.

En fin, veo a los Testigos como gente de mente muy cerrada.

Le digo esto a ellos. Les expreso con claridad que no me van a convertir a su religión porque no creo que ellos son poseedores de la verdad y porque mi entendimiento de lo que ellos llaman Dios --o Jehová, para ser exactos-- no se limita a la interpretación estrecha que ellos poseen. Ellos no dejan de sonreír, pero sus mejillas pierden algo de elasticidad.

Creo que he dicho suficiente para defraudarlos. Pero no. El que no sabe en lo que se ha metido soy yo. Me sorprende la facilidad con la que pueden, de memoria, referirme a versículos bíblicos que rebaten todo lo que he dicho, punto por punto.

En particular me llamó la atención el hecho de que ellos no solamente no contradijeron mi deseo de tener "una mente abierta" al entendimiento de lo divino, sino que buscaron prueba bíblica de que esa es una cualidad que ellos favorecen -- porque, al fin y al cabo, si no fuera por la gente de "mente abierta", quién abriría las puertas a los pobres Testigos de Jehová.

Me llevaron al libro de los Hechos de los apóstoles, que cito aquí de la Biblia de los Testigos («Traducción del Nuevo Mundo de las Sagradas Escrituras»), que una vez me regalaron otras dos señoras de la misma religión. En su estimación lo que yo llamo "mente abierta" es la "suma prontitud de ánimo" de este pasaje:

"Inmediatamente de noche, los hermanos enviaron a Pablo así como a Silas, hacia Berea, y estos, al llegar, entraron en la sinagoga de los judíos. Ahora bien, estos eran de disposición más noble que los de Tesalónica, porque recibieron la palabra con suma prontitud de ánimo, y examinaban con cuidado las Escrituras diariamente en cuanto a si estas cosas eran así. Por lo tanto, muchos de ellos se hicieron creyentes, y también no pocas de las mujeres griegas estimables, y no pocos de los varones".


Luego estos Testigos recurrieron a dos puntos que son difíciles de rebatir. Uno, que el infierno que se inventaron los católicos es una historia que usan para meter miedo. Dos, me preguntan si no me gustaría vivir en un paraíso lleno de paz, armonía y felicidad como esos que ellos pintan en sus revistas. Claro que no existe ese lago de azufre, digo, y sí, admito que se ve muy bonito ese paraíso multiracial, aunque yo lo considere otra fantasía.

Cuando protesto que la Biblia la escribieron otros hombres, como ellos y yo, ellos hablan de la inspiración divina. Cuando cuestiono por qué no puedo yo tener esa inspiración divina no me contradicen, pero afirman que ya todo lo que se tenía que decir está en esas páginas.

Mientras ellos profundizan, armados de citas bíblicas, me doy cuenta de que esta es una discusión que no puedo ganar. Ellos están preparados para mi suma prontitud de ánimo. De hecho, quieren volver a hablar "unos cinco minutos" la siguiente semana.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

9 de septiembre de 2007

El desaire.

Yo sólo quería comer. Que hubiera un mariachi cantando "Viva México" a toda voz era una sorpresa inesperada para un restaurante nuevo, tirado como este a la vera de una carretera de segunda.

Empezaba a llover después de unas horas de playa. La tarde era buena y se estaba poniendo mejor.

Pedí una quesadilla, rellena de carne asada. Pedí un jugo de tamarindo, aguándoseme el paladar. Pero ahora lo que más quería era dedicarle una canción a mi mujer. Lo que deseaba era ver a mis niños azorados ante el espectáculo de un mariachi alrededor de la mesa.

Buscaba en mi mente una canción que fuera apropiada y solamente me llegaban algunas baladas de esas cortavenas de otros tiempos -- dramáticas, pero ajenas a la placidez de mi vida.

Recordé la primera ranchera que escuché en vivo, hará más de veinticinco años. Un vecino de mi barrio la cantaba, despechugado, con su pelo largo, algo desafinado, pero diestro en la guitarra:

Grabé en la penca de un maguey tu nombre,
unido al mío, entrelazados;
como una prueba ante la ley del monte,
que allí estuvimos, enamorados.


Hermosa canción de Vicente Fernández, muy mágico-realista, pero inadecuada para el caso.

Mientras yo pensaba, los mariachis cantaban en la mesa de al lado una de José Alfredo Jimenez que hacía suspirar a las damas que la solicitaron:

Si nos dejan,
buscamos un rincón cerca del cielo.
Si nos dejan,
haremos de las nubes terciopelo.
Y ahí, juntitos los dos,
cerquita de Dios,
será lo que soñamos.


Mi esposa sugirió "El Rey", pero yo no quise hacer una declaración de borracho machista, que no soy, así que la descarté. Mientras ellos hacían su versión de "Parece que fue ayer, cuando te vi aquella tarde en primavera" supe que me habían robado la canción de Armando Manzanero que quería. Se movían a otra mesa, dedicando "La Bikina" a una muchacha que parecía "altanera, preciosa y orgullosa" como la de la canción. Terminaban al otro extremo del lugar, cantándole la "Perfidia" de Alberto Domínguez Borrás a una familia de gringos:

Nadie comprende lo que sufro yo;
canto pues ya no puedo sollozar.
Solo, temblando de ansiedad estoy;
todos me miran y se van.


Antes de que terminaran ésa me decidí por una, la que fuera, con tal de que otros se me adelantaran. La oí en mi cabeza, a son del violín y la trompeta:

Bésame,
bésame mucho,
como si fuera esta noche
la última vez.

Bésame,
bésame mucho,
que tengo miedo
a perderte,
perderte después.


Llamé a los mariachis. Le hice señas al cantante, antes de que se me desbordaran las letras de Consuelo Velázquez desde la punta de la lengua. Pero era muy tarde. La mesera se acercó para darme el fatídico recado: Los mariachis ya se iban.

Todos somos periodistas

Los ejecutivos de los diarios, emisoras de radio y cadenas de televisión se han dado cuenta de la revolución digital que se gesta con la propagación de las nuevas tecnologías.

Millones de personas en todo el mundo tienen acceso a computadoras y a la red de internet. Otros tantos tienen cámaras fotográficas, videocámaras y grabadoras de audio que procesan y archivan sus datos en formato digital. Muchos otros tienen la disponibilidad y el deseo de escribir, editar y conceptualizar los datos digitales.

Es por eso que hay una tendencia en los medios a solicitar que el público envíe su contenido. Todo ello es parte del impacto que ha tenido el surgimiento del internet en más o menos la última década. El concepto de editar y propagar información por computadora ha trascendido hasta los medios tradicionales, que se sienten amenazados por la ola de alternativas.

Hay blogs que compiten con los mejores periódicos en áreas especializadas. Muchos de los videos de zonas de desastres y noticias de último minuto aparecen primero o simultáneamente en lugares como YouTube. Cualquiera con un micrófono y un programa que se obtiene gratuitamente puede producir un podcast, el equivalente de un programa de radio diseminado por nuevos canales. Una sola persona con la disposición, los medios y el talento puede generar los tres tipos de contenido y propagarlos a miles, o hasta millones, de personas.

Esta nueva realidad es una verdadera amenaza para quienes tenían el monopolio de la información.


4 de septiembre de 2007

El porqué de un pseudónimo.

Pocos saben quién fue Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, pero muchos más reconocen a Pablo Neruda. Era el mismo escritor chileno, recurriendo al pseudónimo para ocultarse y revelarse a la vez.

Igual que lo hizo Mark Twain, el satirista estadounidense cuyo nombre de pila era Samuel Langhorne Clemens. O como George Sand, la novelista francesa que cambió Amantine Aurore Lucile Dupin por ese mote masculino en una época que no favorecía a las mujeres. Tal y como Toni Morrison sirvió de alias a Chloe Anthony Wofford.

Podría citarse muchos más para decir lo obvio: Muchos escritores han sentido la necesidad de crear una identidad narrativa que les permitiera una expresión más libre. Así, Lucía de María del Perpetuo Socorro se convirtió en Gabriela Mistral. O Marie-Henri Beyle se resumió con un simple Stendhal; tal como Voltaire prefirió una sola palabra al nombre heredado de François-Marie Arouet. Hubo escritores y artistas que se disiparon desconocidos, con todo y sus nombres creados.

Más que pseudónimos, que literalmente significa “nombres falsos,” hablamos de lo que los franceses denominaron “nom de guerre” y que los ingleses cambiaron a “nom de plume”. No se trata de engaño, sino más bien del trascender simbólico de la propia personalidad.

Además, no es nada curioso que alguien que tenga como instrumento las palabras dé cierta importancia a las que se convertirían en representación de su obra. Hay muchas consideraciones que favorecen o contradicen este anonimato. El autor que usa pseudónimo renuncia a una parte de sí mismo para forjar otro vehículo de expresión. El nombre puede ser un escudo tanto como una lanza.

Neruda explicaba así su decisión de adoptar otro nombre en «Confieso que he vivido»:

“La respuesta era demasiada simple y tan falta de maravilla que me la callaba cuidadosamente. Cuando yo tenía ya 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista este nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con un monumento erigido en el barrio Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda”.


Aunque todos tenemos nuestros perseguidores, hay otro punto a considerar. El nombre de autor es una distinción simbólica entre el nombre que se nos da y el que uno se gana.

18 de agosto de 2007

La bendición del pastor



Uno de los pastores cuyas iglesias visité en mi exploración de temas religiosos encontró el relato que hice de mi visita a su iglesia, aparentemente porque tiene la costumbre de buscar lo que se escribe de él y su templo en la red (a este hábito narcisista le llamamos “guglear” --es decir, buscarse en Google-- en el azarozo Spanglish que se nos hace imposible evitar).

Recibí un correo del sorprendido pastor en que me preguntaba, así a quemarropa, si había algo más que pudiera hacer por mi alma. Propuesta interesante, diría yo, aunque igual de pretenciosa.

De primer instancia, asume que mi alma necesita algún reparo (por no decir “salvación”). Pero lo que más me sorprende es que el lenguaje vernáculo de este pastor incluye la suposición inequívoca de que él puede ofrecer ese ungüento sagrado que me pueda elevar más allá de este orden terrenal de cosas. En pocas palabras, el pastor se siente poseedor de la verdad.

Contesto que realmente no necesito que haga nada por mí, y explico que mi visita por su iglesia fue parte de este experimento de búsqueda en el que realmente no espero encontrar nada (imagino que el pobre pastor se rascaría la cabeza en este punto). El siguiente correo llega menos de veinticuatro horas más tarde, invitándome a una reunión en privado con el pastor.

Cualquier persona que no ande buscando conversión, diría que no y terminaría el intercambio electrónico con algún saludo cortés. Pero decido ir, porque considero que todo experimento abre nuevos caminos que son dignos de recorrer, si uno de veras quiere aprender algo de ello.

Acordamos que nos veremos un sábado, después del servicio semanal, en su iglesia. Le digo en términos nada dudosos que ni siquiera intente convertirme a su religión porque perderá el tiempo. Busco el propio camino y no el que otros me quieran trazar. El pastor dice que está bien.

El pastor quiere saber por qué no me convenció su iglesia. Le digo que no se ofenda, pero que no me interesa mucho la religión organizada, y empiezo a citar razones históricas y filosóficas que van desde la corrupción eclesiástica hasta el pensamiento tribal que hace que cada grupo se crea poseedor de la única y dogmática verdad (registrada con derechos reservados y patentes, si fuere necesario). Pude pasarme la tarde hablando, pero por decencia limité mi perorata a unos diez minutos.

El pastor no puede remediar esos conflictos de siglos, así que mejor me habla de los programas comunitarios que ofrece en la iglesia, desde la guardería infantil hasta el jueves de libros. Al final me dice que el hecho de que yo emprenda esta exploración en busca de sentido es un llamado de la divinidad misma que, casualmente, me trajo hasta las puertas de su templo. Me deja con ese pensamiento.

Luego, me cuenta de su lucha por erigir esa iglesia, y del sueño visionario que le mostró una sala hecha de cristales, como resulta que es la oficina que ahora ocupa en un salón que se construyó para otros fines. La ventana es hecha de unos cubos de vidrio que refractan la luz.

Estamos bañados por esa luz y sudando como dos titanes que libran una batalla en la que ninguno saldrá triunfador. Me recuerda, por asociación, esa historia bíblica de Jacob peleándose toda la noche con un ángel, sin que ninguno lograra imponerse del todo sobre el otro. Lo único que Jacob le sacó al ser alado fue una bendición, que tal vez es decir mucho cuando viene de la divinidad.


“Cuando Jacob se quedó solo, un hombre luchó con él hasta que amaneció; pero como el hombre vio que no podía vencer a Jacob, lo golpeó en la coyuntura de la cadera, y esa parte se le zafó a Jacob mientras luchaba con él. Entonces el hombre le dijo 'Suéltame, porque ya está amaneciendo'. 'Si no me bendices, no te soltaré', contestó Jacob”.

Génesis, Cap. 32, vs. 24-26.


El pastor me invita a que oremos. Es algo que yo preferiría no hacer, pero me dejo llevar. Nos tomamos de las manos en la soledad de aquel cuarto traslúcido, cerramos los ojos, y oramos. El pastor termina dándome la bendición. La acepto con un amén.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

11 de agosto de 2007

Las paredes de San Agustín



Pocos estadounidenses saben que se hablaba español en la primera ciudad de su territorio.

Antes de que existiera lo que hoy llamamos Estados Unidos los navegantes españoles llegaron a la costa atlántica de la península a la que Juan Ponce de León bautizó con el eufemismo de Florida en 1513. Décadas mas tarde, Pedro Menéndez de Aviles fundaría la primera colonia española en agosto de 1565, nombrándola San Agustín en honor al día del santo en que arribó con su catolicismo y planes expansionistas.

Los accidentes de la historia y las dificultades que enfrentaba la corona española en mantener su dominio llevarían al abandono de la colonia, hasta su venta a Estados Unidos unos dos siglos después. San Agustín es hoy una ciudad anglosajona con rasgos españoles.

Al recorrer las viejas calles de San Agustín uno puede ver la conquista desde el punto de vista de los conquistadores -- aunque quede claro que ellos fueron, después de todo, invasores.

¿Quiénes fueron estos hombres que vinieron al pantano infectado de mosquitos que era la tierra floridana? ¿Qué los empujaba? ¿Era la ambición? ¿O había también en ellos un deseo de aventura y, quizás, un buen toque de locura? Eran soldados, sacerdotes, marineros, negociantes, violadores y ladrones. Eran hombres, y luego mujeres, comunes. Incluían a aquellos que buscaban riquezas tanto como a los que deseaban un escape.

Hay que ver las condiciones de vida de la época para entender que conquistar tierras no es como ir de paseo. Estos colonizadores llegaban a un territorio hostil, tras un viaje demoledor, a hacerse un mundo entre la floresta y el calor maldito de los veranos tropicales.

Construían sus casas, abrían calles, plantaban misiones y erigían templos ante los cuales pedir misericordia por sus culpas. En el fondo, buscaban recrear el mundo que dejaron atrás.

En San Agustín, el establecimiento de la colonia se ancló en la construcción del fuerte Castillo de San Marcos que tomaría ventitrés años de empuje y sudor. Desde aquella estructura impresionante, los españoles desterrados combatieron a los corsarios, a los invasores ingleses y a los indígenas, solamente para rendirse, empacar sus cosas, e irse para Cuba al final de cuentas.

Cientos de años después, el fuerte sigue allí con sus muros de coquina, una roca de conchas fusionadas que debieron de arrastrar desde la costa atlántica. Quedan las casas más antiguas, hechas de la misma piedra blancuzca, y las calles estrechas que se encuentran en los vecindarios coloniales de toda América.

En las cámaras cavernosas del castillo quedan las camas de madera y las almohadas rellenas de la fibra de árbol que algunos llamamos guajaca. Están también las letras inconexas de mensajes ilegibles que los soldados de antaño inscribieron en las paredes.

Estas ruinas apuntan, de manera dramática, a la invasión descarrilada que fue la conquista. Estas paredes viejas, estos cañones anticuados y las garitas que miran a un puerto vacío, expresan una de las lecciones silentes de la historia.


29 de julio de 2007

Soñar lo imposible.



La primera vez que vi el musical «Hombre de la Mancha» («Man of La Mancha») me pareció repulsiva la distorsión significativa de una obra como Don Quijote. La próxima vez fue una de esas madrugadas en las que, agripado, mi cuerpo estaba dispuesto a tolerar cualquier cosa, excepto el sueño. Hubo tercera y cuarta veces porque llegué a encontrar en este traslado al cine de la representación teatral un poder de renovación que habla mucho de la buena literatura.

Los personajes memorables, como sin dudas lo es el caballero andante de La Mancha, trascienden su obra porque en verdad preceden a la obra. Son independientes de ella. Son prototipos de ideales humanos que bien podrían desprenderse hasta nosotros desde ese mundo de ideas que formuló Platón. Por ello son reales en otro plano, aunque nunca existieron en el mundo de los sentidos.

Eso explica por qué la distorsión de la obra en aquel musical magistral --filmado en 1972 bajo la dirección de Arthur Hiller y con la actuación de Peter O'Toole y Sophia Loren-- encarna todavía la misma fuerza que le ha dado vida a este personaje milenario. Es como ver a Don Quijote contado desde el punto de vista de Broadway, con ciertas afectaciones de ese ambiente y de la cultura anglosajona, pero con el mismo vigor de aquella entidad que conocimos primero a través de la pluma de Miguel de Cervantes.

El clímax de esta representación se da con la sentida interpretación de la canción «The Impossible Dream» («El Sueño Imposible») que escribió Joe Darion para la adaptación. No parece extraño oir estas palabras, que a mi me despiertan un fuego interior y por eso traduzco aquí, saliendo de una encarnación dramática del Caballero de la Triste Figura:


Soñar el sueño imposible;
Combatir al enemigo invencible;
Soportar con pena insoportable;
Lanzarse adónde el valiente no va.

Corregir el entuerto incorregible;
Amar puro y casto desde lejos;
Tratar cuando tus brazos están muy fatigados;
Alcanzar la estrella inalcanzable.

Esta es mi búsqueda;
Seguir esa estrella,
Sin importar qué tan fútil sea,
Ni qué tan lejana esté.

20 de julio de 2007

Las lágrimas del arte.

Un personaje puede ser verdadero hasta las lágrimas. Puede arrancarnos de nuestra inercia y propulsarnos a la acción, o viceversa. Puede afectarnos de manera profunda.

¿A qué se debe esto? ¿Será que la prosa bien trazada nos lleva a un delirio? ¿Será que olvidamos que aquello es ficción?

No lo olvidamos. Más bien sufrimos porque sabemos que, a pesar de los hechos, hay algo que va más allá del simple recuento de las cosas. Sabemos que la verdad trasciende nuestras pequeñas identidades, y que puede ser verbo y hacerse carne.

Es un misterio al que acudimos cada vez que nos conmueve un cuento; cada vez que nos embriaga una novela; o cuando nos hace temblar la fuerza de un actor. ¿Y qué decir de una poesía? Acomodamos las formas para que sean receptáculo de algo que no tiene formas.

Y esas lágrimas que provienen del arte pueden ser más puras que las que identificamos con nuestros apegos, intereses y temores.

7 de julio de 2007

Inspiración.

No siempre se parte de ideas. Hay veces en las que una emoción horada el pecho y se convierte en deseo.

¿Deseo de qué? Uno no lo sabe.

Uno se postra ante la página en blanco --sea de papel o electrónica-- y deja que los impulsos se desborden en tormenta eléctrica. Que las palabras se escurran y encaucen como sea.

Aquello viene arrasador y se irá en cualquier momento. Dejará los charcos, las ramas abatidas y el olor a lluvia pasada. Quedará ese alivio después de las lágrimas. Quedará ese cansancio tras el clímax.

Mejor ponerlo todo a un lado y seguir con los negocios de la vida. Uno descubrirá después que lo escrito en esos arranques es igual de intenso que de malo. En ello está sólo el germen de una historia.

4 de julio de 2007

A partir de un mundo plano

El columnista estadounidense Thomas L. Friedman adoptó en un libro reciente la metáfora de que “el mundo es plano” para explicar la transformación que trae la globalización. En su fascinante libro del mismo título, él explica que el acceso del ciudadano común a las redes cibernéticas allana el camino a la competencia -- aplanando el mundo.

Aunque Friedman se refiere sobre todo a intereses económicos, el asunto nos atañe a todos, y nos convendría hacernos la pregunta de dónde encajamos nosotros, como individuos, en este mundo globalizado. Es decir, ¿de qué manera podemos adaptar nuestras capacidades y talentos a un mundo donde la información fluye instantáneamente de hemisferio a hemisferio? ¿Cómo nos afectará esta aceleración y apertura del mercado global?

En primera instancia, uno pensaría que la existencia de estas redes es buena para los escritores y artistas de todo tipo -- ahora capaces de dar a conocer sus creaciones alrededor del mundo con un presupuesto mínimo. Pero no es del todo así, porque se da un fenómeno curioso. Para poner un ejemplo acorde a mi interés: Escribe el que escribe y escribe el que no escribía, y casi ninguno lee, pues todos queremos que nos lean. El aumento de acceso a los medios, aumenta el ruido y el hastío, haciendo que sea más difícil encontrar la aguja en el pajar.

¿Entonces qué? Yo digo que aún así existe un lugar en estos medios para el quehacer literario y otros aspectos del arte, pero que al contrario de ese aparente individualismo del todo contra todos, hace falta la asociación de quienes buscan esa expresión pura y directa, de quienes comparten la apreciación literaria, para que todos, en conjunto, puedan resaltar como comunidad -- en vez de ser estrellas que brillan solitarias en el firmamento.

18 de abril de 2007

El periodismo digital.

No hace muchos años que se hablaba del medio informativo del futuro como una fantasía. Se hacían reportajes especulativos en los que se veía algún individuo del futuro, sentado en el largo sillón de alguna cómoda mansión ultramoderna, a la vez que seleccionaba y leía las noticias que le interesaban a través de la pantalla de su televisor.

Se hablaba de la desaparición de los medios en papel y por lo menos en algunos sentidos de la convergencia de lo audiovisual con lo escrito. No se entraba en muchos detalles, porque nadie se ocupaba de pensar cómo sucedería esa evolución de medios.

Ya vivimos en el futuro y, de la noche a la mañana en términos relativos, ese medio informativo existe. El siglo que apenas comienza es el escenario de la revolución digital que arrancó en la década de los noventa y ya no es descabellado decir que hay una gran transformación en curso -- y que constituye nada menos que el desmantelamiento del denominado “cuarto poder” para que surja algo nuevo y desconocido.

Este es el siglo en que los periódicos perderán su gran esfera de influencia. Este es el siglo en que los noticieros de radio y televisión se harán obsoletos. Este es el siglo de la noticia inmediata.

Y, como suele suceder, las innovaciones vienen de las fuentes menos esperadas -- y no de la misma industria de la información de la que se hubiera anticipado que estaba mejor posicionada para el cambio. Los líderes en este movimiento son los grandes portales de internet como Google, Yahoo!, YouTube, Blogger, a diferencia de las grandes cadenas periodísticas o las redes de televisión.

Los medios tradicionales están más bien en una lucha por su vida. O se adaptan a tiempo, o los arrastrará la ola digital. Esto implica muchas cosas, incluyendo una revisión de los estándares impuestos por los gremios profesionales. De no haber compromiso con cierta objetividad, por ejemplo, quedaría en manos de quien recibe el mensaje decidir si confía o no en la veracidad de la información que recibe. Por otro lado, esos cambios también abren la puerta a una creatividad expresiva que no existe del todo en los medios de consenso.

Ahora basta con tener deseos, acceso y conocimiento técnico para convertirse en fuente informativa o en columnista de opinión. No hace falta una trayectoria.

Hay “agregadores” de noticias, por ejemplo, que permiten que el receptor --que a la vez es lector, oyente y vidente-- obtenga una compilación al instante de todos los medios habidos y por haber que ponen contenido en la red.

Es una plataforma en evolución, pero prometedora.

No es difícil vislumbrar el día en que los periodistas ya no trabajen para los medios tradicionales que suplen a regañadientes ese contenido, sino directamente para estos "agregadores" de noticias -- o, lo que es más aterrador y excitante a la vez, que generen contenido por sí mismos.

5 de abril de 2007

Verne y la velocidad.

Si Julio Verne escribiera hoy, daría su vuelta al mundo en cuestión de horas.

Leer su «Vuelta al mundo en ochenta días» --en su tiempo una novela de acción-- es comprobar desde nuestro siglo veintiuno cuán rápida es la vida de hoy. Nos hemos acelerado al punto de que estas letras viajan de hemisferio a hemisferio en cuestión de segundos.

Como decía de paso uno de los personajes de la novela: “La Tierra ha empequeñecido”.

18 de marzo de 2007

La existencia más allá

“Esclavizarse en los asuntos sin sentido de la vida mundana,
Y después salir de ella vacíos – Ese es un grave error”.

«Los versos raíz de los seis períodos de en medio».




En la tradición budista se le llama ¨dharma” --del sánscrito “lo que está establecido”-- a la enseñanza de naturaleza espiritual que orienta al ser humano en pos de su propia liberación. Se considera un privilegio recibir el dharma para escapar de la rueda del Samsara que representa el largo ciclo de encarnaciones y muertes en menores y mayores escalas de la existencia. Aprehender esta enseñanza significa entrar a un camino en el que se busca una mayor comprensión de la vida, entendiendo que el deseo y el sufrimiento están intimamente ligados. Hay en la enseñanza un llamado al desapego de este mundo de las formas que, en fin, es pasajero.

Esa visión ultraexistencial explica por qué los budistas tibetanos tienen una apreciación de la muerte que difiere en mucho de la norma occidental. La muerte no es un final, sino una transición. Incluso, la muerte es para ellos una oportunidad para dar el salto hacia afuera de la mecanicidad de la transmigración. La vida, a la vez, es de suma importancia como el terreno práctico en que los aspirantes a la realización pueden adiestrar su mente para romper el condicionamiento que impide la liberación.

Esta tradición, hermética durante varios siglos, se esparció a otras latitudes con la salida forzosa de los tibetanos de su tierra ante el avance del comunismo chino. Ahora el Dalai Lama viaja por el mundo propagando un mensaje ecuménico y ofreciendo el dharma para quienes se interesen en profundizar.

Hay por ello mayor interés y aceptación en el estudio y la práctica del budismo, aunque algo de ello sea cuestión de moda. En Estados Unidos, por ejemplo, hay quienes ofrecen instrucciones sobre la guía tibetana hacia el más allá para algunos interesados que esperan desahuciados en algún hospicio.

Esta enseñanza no es sólo para quienes esperan ese toque inminente a su puerta. La muerte es una realidad de todos y, aunque la posterguemos en nuestro mundo de placeres inmediatos, algún día llegará. No tengamos duda de ello.

Me interesó el tema por años, y hojié hace más de una década la traducción autoritaria de Robert A.F. Thurman del tratado de «La liberación a través del entendimiento del período de en medio», mayormente conocido como «El libro tibetano de los muertos». No fue hasta hace poco que me adentré en sus páginas con el tipo de urgencia que usualmente asignamos a la propia mortalidad.

Este tratado escrito en el siglo VIII después de Cristo se propone la preparación del alma para “el período de en medio” que representa esa transición que se da después de la muerte. A esta traducción le acompañan las explicaciones del contexto histórico y doctrinario por parte de Thurman, amigo personal del Dalai Lama y una de las voces autoritarias sobre el budismo tibetano en Estados Unidos. Su traducción no es solamente lingüística, sino también cultural, como lo hace en este contraste que presenta al explicar el concepto tibetano de la muerte:

“Los tibetanos observan que cualquiera puede morir en cualquier momento y en cualquier lugar. Nuestro sentido de la concreción de la situación de la vida, de la solidez del mundo de vigilia de los cinco sentidos y sus objetos, es un gran error. Nada de lo que pensamos que somos, hacemos, sentimos o tenemos contiene esencia, substancia, estabilidad o solidez alguna. Todas las cosas dentro y alrededor de nosotros sobre las que nos preocupamos de la noche a la mañana son potencialmente nada para nosotros. Si muriéramos, se disolverían entre nuestros puños apretados, se olvidarían si estuvieran en nuestras mentes, se perderían si estuvieran en nuestras manos, se esfumarían en un entumecimiento vacío si estuvieran en nuestra mente y cuerpo”.


Aunque ello parezca terrorífico desde nuestro apego a lo que somos o creemos ser, la aceptación del hecho también tiene un efecto liberador. Es como si ampliáramos el enfoque del lente por donde miramos, para darnos cuenta de que hay territorios más allá de nuestros límites racionales.

También hay en estas observaciones un reto. Entendemos por existencia el transcurso de vida y tiempo que se da desde el nacimiento hasta ese punto de entrada a lo desconocido, y terminamos ahí porque nos aterra la idea de no saber qué vendrá después. Pero la existencia, vista desde este ángulo, es mucho más que eso. Es una de tantas. Es parte de un todo y no el todo. El final no es el final.


Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

14 de marzo de 2007

Mañana en el Barrio Chino.

Una brisa fría viene del oeste. Para eso está el abrigo, con todas sus cremalleras y botones, y los guantes de piel sintética. Hay pocas gentes en las aceras todavía, pero eso no será por mucho rato. Todo empieza a moverse con la luz que rebota de pared en pared.

Sube una ráfaga de exhalaciones de uno de muchos respiraderos subterráneos. Pasa el tren escandaloso por debajo y tiembla el piso a su paso. Los carros zumban, antes del próximo cambio de luz.

El Bowery, un parque que existe tanto en el Nueva York material como en el de ficción, abosteza y se estira. Los primeros peatones recorren su costillar de concreto. Chinatown despierta. El chillido de los frenos de los autobuses públicos sirve de despertador.

Un negociante hala el portón metálico que protege los cristales de su tienda. Se oyen las cajas de bola que crujen sobre sus rieles. Otros portones tienen otras voces.

Los vendedores de los puestos de verdura, de frutas, de pescados y mariscos, acomodan sus cargas. Uno de ellos lleva una carretilla en la que transporta un gran pescado de cabeza gorda. Aletea todavía. Lleva en una bolsa unos sapos regordetes que se pisan unos a otros. Pelean por escalar hasta el tope de la funda. Probablemente ignoran que pronto colgarán de las patas a la entrada de una tienda de exquisiteces.

La brisa fría se pierde entre el gentío. En el Bowery se juntan unos veinte a treinta cuerpos. Visten payamas. Uno trae un radio portátil, que pone sobre unos escalones. Desde los altavoces suena una música resbalosa. Ellos se mueven con extrema lentitud. Levantan los brazos como si sostuvieran grandes esferas en sus manos vacías. Se inclinan y a veces se sostienen en un pie. Doblan las rodillas. Miran hacia el cielo manchado de la ciudad.

Tras una pared unos jóvenes castigan una bola de ule a manotazos. La estrellan contra la pared. Se calientan con el juego de handball mientras llega el autobús escolar.

El sol se impone sobre el horizonte que forman los techos de numerosos edificios. Otro día empieza, tal como ayer.

7 de marzo de 2007

El Principito en tres lecturas.

En aquel entonces, me lo prestó un amigo, que lo recibió de regalo de un familiar. Era un librito pequeño que, por fortuna, tenía dibujos.

Empecé por la primera página sin mucho interés en seguir adelante, pero pronto la sencillez del lenguaje y la voz amistosa del narrador me capturaron. El relato inicial de un niño, que hacía unos dibujos que los adultos no entendían, me llegó muy cerca. Después de todo, yo tal vez tenía siete u ocho años.

Estaba leyendo mi primer libro de ficción.

El Principito“Le Petit Prince”, el libro de Antoine de Saint-Exupéry conocido en español como “El Principito”, sería algo así como mi primer beso en términos literarios.

Lo devoré con fascinación y sin entender muy bien el concepto de ficción. Me parece que creía que, aunque los adultos le llamaran a esto “ficción”, que para mi era lo mismo que decir “mentira”, había un entendimiento entre el narrador y yo de que aquello era verdad.

Me tocaron algunas líneas como aquella de que lo esencial es invisible a los ojos. Me encantó la explicación de que lo que hace que una rosa, una mascota, o una relación, sea especial es el empeño que uno mismo pone en cuidarla. Pero, sobre todo, me sentí hermanado con el tema más amplio del libro: Era una crítica a los adultos y sus asuntos de importancia -- ese tipo de cosas como el empleo, la cuenta de banco y las apariencias -- que al fin y al cabo nos joden la vida, como vocifera Ricardo Arjona en una de sus canciones arrebatadas.

Es curioso, pero cuando llegué a Estados Unidos, varios años después, el primer libro que tuve que leer en mis clases de inglés fue precisamente “The Little Prince”. Lo volví a disfrutar en otra lengua. Encontré en sus oraciones sencillas y en los dibujos un refugio que me era familiar.

Vuelvo a tomar el libro muchos años después, pero ahora me siento junto a la cama a leérselo a mis niños. Ya no es igual. Ahora me parece muy simple y algo predicador. Los personajes son unidimensionales e inverosímiles. La trama es un armazón para empujar ciertas ideas. Y el final resulta fatal.

Toda la prosa se lee perezosa. Esta vez no se humedecen mis ojos.

Pero tampoco me impresionaría mucho si se repitiera el primer beso.

24 de febrero de 2007

Un gentil entre los judíos

Podía sentarme en cualquier parte de la sinagoga, a pesar de estar allí solamente como invitado, pero escogí un amplio balcón que se encontraba vacío. Desde allí vería todo, como si estuviera fuera de ello.

Era mi primera visita a una sinagoga y no sabía qué esperar. Escogí una de las que pertenecen al judaísmo de reforma que es la denominación más grande de judíos estadounidenses. A medida que aprendí algunos detalles de esta denominación detecté también la influencia del pensamiento occidental en esta tradición, tal y como sucede con varias denominaciones protestantes que lograron su auge en Estados Unidos.

Los judíos de reforma son unos tipos liberales. Conceden libertad de pensamiento a sus miembros, de manera que aunque en la sinagoga existe la autoridad del rabino, en la mente de cada cual se determina cómo llevar las observaciones de la tradición en sus vidas y cómo entender el Torah --el equivalente de la instrucción o enseñanza que se encuentra en los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio de la llamada “Ley de Moisés” o Pentauteco.

Estos judíos han ido más allá que los católicos y muchos protestantes en adaptar sus creencias a los tiempos, a pesar de partir ellos de una parte de las Escrituras que muchos de sus primos cristianos considerarían anticuada. Vienen del tiempo de aquel Dios vengativo del desierto.

El movimiento de reforma, por ejemplo, admite la igualdad de los sexos en vez de reservar el rabinado para los hombres. Estos judíos aceptan las costumbres de la vida moderna, desde el vestido hasta la tecnología. También tienen un compromiso social.

De hecho, este templo donde me encuentro denunció la cacería anticomunista que se dio en Estados Unidos en los cuarenta y los cincuenta. Este templo criticó el racismo durante la lucha por derechos civiles de los afroamericanos. Martin Luther King Jr. habló entonces desde su púlpito. Y, ahora, en esta época de antiterrorismo, la sinagoga mantiene relaciones abiertas con una mezquita y su imam.

Pero hay algo en lo que estos judíos no ceden, y son ciertos principios de fe. Para ellos, hay un sólo Dios, y es el mismo Dios que guió a sus antepasados fuera de Egipto. Es decir, un Dios que llamó a los judíos su “pueblo escogido”. Y los creyentes de este templo, al igual que los judíos de otras denominaciones, esperan todavía al Mesías. En ese sentido, la diferencia entre los de reforma y los más ortodoxos radica en que los primeros no esperan necesariamente a un Escogido de carne y hueso, sino un principio renovador que puede expresarse a través del mismo pueblo de Israel.

En fin, este templo no es un lugar que repele a una persona de pensamiento postmoderno, por llamarle de alguna manera. Incluso su pronunciación de fe admite otras posibilidades de culto: “Afirmamos la realidad y unicidad de Dios, aunque diferamos en nuestro entendimiento de la presencia Divina¨.

Pero a pesar de su amplitud de ideas, hay un asunto de dogma que continúa en el trasfondo: la distinción entre “judíos” y “gentiles”. Decir “gentil” es decir “no-judío”. Es decir, continúa una forma de entendimiento que efectivamente clasifica a la humanidad entre “nosotros” y “ellos”.

Aunque a un gentil, como yo, se le admite como miembro del movimiento --tras convicción personal, circuncisión en pacto con Dios y baño ritual por inmersión-- como una especie de judío adoptivo, todavía existe esa separación conceptual.

Sin embargo, desde aquel balcón, el ritual, la lectura sagrada, el cántico solemne, me parecieron muy cercanos, como si por regla todos los que conocemos la experiencia cristiana tengamos en sí mismos algo de judíos.

Aquellos hosannas que se usan para aclamar la divinidad son también parte de mi léxico. La historia del pueblo que cruza el desierto y atraviesa el mar para huir de la esclavitud me parece muy mía, muy de todos. La reverencia al Torah, cuya simple exhibición requiere que la congregación se ponga de pie, me habla de una apreciación casi literaria por el relato. Sus historias son como un código genético que nos cuentan de la fortaleza humana ante los accidentes de la existencia.

Esa misma historia que se convierte en relato devocional explica la evolución del judaísmo, casi como una defensa ante un génesis y un éxodo que son la marca característica de una humanidad en flujo constante.

En ese sentido, todos somos judíos.



Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.

6 de febrero de 2007

Del significado de la literatura.

Cuando hablamos de significado nos referimos a algo que no se puede transmitir de manera directa, pero que queda sugerido por la representación abstracta de las imágenes y las palabras. Hablamos de lo que el signo señala, pero no contiene.

Es como decir, por ejemplo, que el significado de la palabra "silla" no es la silla en sí. Es decir que --como enunciaban voces tan distintas como las de Alfred Korzybski en el terreno lingüístico y Jiddu Krisnamurti en lo espiritual-- la palabra no es la cosa.

La palabra "silla" no es la silla. La palabra “palabra” no es la palabra.

Esta misma observación se encuentra a nivel más amplio. Suponemos que toda esta cosa que llamamos vida es la representación de verdades que le trascienden.

De ahí surge la cuestión: ¿qué es el significado de todo esto? ¿qué sentido tiene la existencia? ¿hay algo más allá, o más acá, de lo que pensamos, sentimos y hacemos para sobrellevar cada día?

Los religiosos dicen que sí y presentan un dogma. Los filósofos rondan mucho la pregunta, tal vez con temor de entrarle en lleno. Los científicos se ocupan de las particularidades.

La literatura --todo el arte-- tiene la responsabilidad de contemplar este asunto: ¿Qué significa ser humanos?

26 de enero de 2007

El temor a los ángeles.

“Ángel de mi guarda, mi dulce compañía
no me desampares ni de noche ni de día”.

Oración católica.


Hay libros a los que uno se acerca con sus dudas, como si mordieran.

Yo le temí a «Dulce compañía», una novela de la autora Laura Restrepo. Y le temí por dos razones que tal vez parezcan descabelladas a los lectores más expertos. Primero, porque leí «Delirio», otro libro de la misma autora colombiana que me causó un dolor de cabeza por sus dificultades narrativas. Detesto esos libros que son difíciles a propósito. La segunda razón, y esta es la más risible, fue que tuve la impresión de que este otro libro sería lo contrario: demasiado fácil.

No me gustan los extremos en estos sentidos. Los escritos muy difíciles me parecen arrogantes, aunque muchas veces me ha sorprendido Jorge Luis Borges al demostrarme que la dificultad que yo esperaba en alguno de sus cuentos era imaginaria, como su narración. Los escritos muy fáciles me parecen perezosos: ese tipo de páginas que se disuelven en el aire una vez leídas y no dicen absolutamente nada que se quede con nosotros. Me gustan los libros medios, pero no mediocres, que me reten sin ser aburridos. Que se dejen leer, pero que me obliguen a confrontar los temas que proponen.

Así me acerqué a «Dulce compañía», marcado por las dudas. Y, hasta cierto punto, tenía razón: El libro es fácil, pero no simple.

Me adentré en su trama con ganas de criticarlo y terminé disfrutándolo.

Para comenzar, la novela trata de un tema que no me llamaba mucho la atención: los ángeles.

No hablo de la ciudad, sino de esos seres alados y vaporosos que son algo así como esclavos celestes. Van de un lado a otro llevando mensajes y cumpliendo encargos. Forman parte de una mitología que llega a su máxima expresión en las tierras del Caribe, donde las estatuillas y pinturas que los representan ocupan altares y sufren la indignidad de castigos si no conceden los deseos humanos. Son también seres temibles, porque algunos nos acompañan y espían siempre, nos exceden en poderes, y, uno en particular, cumplirá el cometido de cortarnos ese hilo de plata que nos une a la vida.

Además están los ángeles caídos, esos desgraciados que se parecen mucho a nosotros y usan su potestad en una especie de rebelión terrorista contra la divinidad.

En la novela, una reportera para una revista de frivolidades (¿quién más?) recibe la asignación de encontrar a un jodido ángel que, de todos los lugares del mundo a los que pudo descender, aparentemente escogió una barriada pobre de Colombia. No es un tema extraño al mapa fantástico de ese país. Está el cuento del ultraescritor colombiano Gabriel García Márquez, «Un señor muy viejo con unas alas enormes», sobre un anciano querubín que aterriza despistado en una villa de pescadores. (Recomiendo la película, por cierto, dirigida por el mismo García Márquez).

Pero pronto me doy cuenta, casi desde el principio de la novela, que no es una copia barata ni una trama perezosa para fascinar creyentes. Es la confrontación de dos mundos: el de la periodista escéptica y aquel otro que admite la posibilidad de lo sobrenatural. Es una confrontación entre la cordura y la locura, y a veces no se sabe cuál de las dos es cuál. Es un bosquejo de la identidad colombiana.

Lo mejor es que no pretende convencernos de nada.

Esta corta novela humaniza al ángel y mitifica al ser humano, tal vez por ir en sentido contrario de la creencia oficial. Porque como la narradora, que suena autobiográfica, dice: “Para creer en el ángel la Iglesia tuvo que quitarle los afectos, la carne y los huesos, y convertirlo en una fábula sosa producida por su propia invención¨.

19 de enero de 2007

La amistad óptica.

Si quieres ser mi amigo, mueve tu ratón y cliquea sobre el enlace que dice “Ser mi amigo”. Puedes marcarme como tu favorito, algo así como tu mejor amigo. Puedes unirte a mi comunidad. Puedes leer mi blog personal, cualquiera de ellos. ¿Por qué no votas por mi? Soy el enlace más cool --o más hot, si quieres-- de la semana.

¿No has oído esa canción vieja de Roberto Carlos? Probablemente no. Él también quería tener un millón de amigos.

Y si quieres saber más de mi, ven a mi espacio. ¿Puede el espacio ser mío? Claro que sí. Míralo. Puse allí una canción, y un fondo colorido que revela una parte de mi personalidad. La canción es de Alejandro Filio, uno de mis favoritos. Cántala conmigo:

En esta inmensidad,
a que llaman tiempo;
en esta inmensidad,
donde vamos viviendo;
te encontré frente a frente y, no,
todavía no lo entiendo,
¿cómo fue tanto tiempo sin poderte tocar?


¿Que en qué consiste ser amigos de esta manera? Es bien fácil. Tú me pones en tu página y yo te pongo en la mía. Nos dejamos mensajes. No tienen que ser mensajes grandilocuentes. Cualquier palabrita basta. Puedes venir por la página mía y simplemente decir algo así como: “Hey, hace mucho (como seis horas, más o menos) que no oigo nada de ti. Ven y déjame un saludo”.

Soy muy popular. Siempre me invitan otros a ser sus amigos. Si te haces mi amigo, ellos también te invitarán a ti. ¿Que de qué sirve todo esto? Bueno, pues para mantenernos en contacto, incluso con gente con quienes nunca estableceremos un verdadero con-tacto. Ya no es necesario. La amistad se mueve por fibras ópticas.

¿No sabes de estas redes sociales? Son estos sitios súpercool en los que te presentas al mundo: tu carita, tus poses, tu música, tus intereses, tus conexiones -- para que tus visitantes sepan, en un par de minutos, si les interesas o no. Es el nuevo orden: dime cuántos amigos tienes en tu lista de chat y te diré quién eres.

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