26 de enero de 2007

El temor a los ángeles.

“Ángel de mi guarda, mi dulce compañía
no me desampares ni de noche ni de día”.

Oración católica.


Hay libros a los que uno se acerca con sus dudas, como si mordieran.

Yo le temí a «Dulce compañía», una novela de la autora Laura Restrepo. Y le temí por dos razones que tal vez parezcan descabelladas a los lectores más expertos. Primero, porque leí «Delirio», otro libro de la misma autora colombiana que me causó un dolor de cabeza por sus dificultades narrativas. Detesto esos libros que son difíciles a propósito. La segunda razón, y esta es la más risible, fue que tuve la impresión de que este otro libro sería lo contrario: demasiado fácil.

No me gustan los extremos en estos sentidos. Los escritos muy difíciles me parecen arrogantes, aunque muchas veces me ha sorprendido Jorge Luis Borges al demostrarme que la dificultad que yo esperaba en alguno de sus cuentos era imaginaria, como su narración. Los escritos muy fáciles me parecen perezosos: ese tipo de páginas que se disuelven en el aire una vez leídas y no dicen absolutamente nada que se quede con nosotros. Me gustan los libros medios, pero no mediocres, que me reten sin ser aburridos. Que se dejen leer, pero que me obliguen a confrontar los temas que proponen.

Así me acerqué a «Dulce compañía», marcado por las dudas. Y, hasta cierto punto, tenía razón: El libro es fácil, pero no simple.

Me adentré en su trama con ganas de criticarlo y terminé disfrutándolo.

Para comenzar, la novela trata de un tema que no me llamaba mucho la atención: los ángeles.

No hablo de la ciudad, sino de esos seres alados y vaporosos que son algo así como esclavos celestes. Van de un lado a otro llevando mensajes y cumpliendo encargos. Forman parte de una mitología que llega a su máxima expresión en las tierras del Caribe, donde las estatuillas y pinturas que los representan ocupan altares y sufren la indignidad de castigos si no conceden los deseos humanos. Son también seres temibles, porque algunos nos acompañan y espían siempre, nos exceden en poderes, y, uno en particular, cumplirá el cometido de cortarnos ese hilo de plata que nos une a la vida.

Además están los ángeles caídos, esos desgraciados que se parecen mucho a nosotros y usan su potestad en una especie de rebelión terrorista contra la divinidad.

En la novela, una reportera para una revista de frivolidades (¿quién más?) recibe la asignación de encontrar a un jodido ángel que, de todos los lugares del mundo a los que pudo descender, aparentemente escogió una barriada pobre de Colombia. No es un tema extraño al mapa fantástico de ese país. Está el cuento del ultraescritor colombiano Gabriel García Márquez, «Un señor muy viejo con unas alas enormes», sobre un anciano querubín que aterriza despistado en una villa de pescadores. (Recomiendo la película, por cierto, dirigida por el mismo García Márquez).

Pero pronto me doy cuenta, casi desde el principio de la novela, que no es una copia barata ni una trama perezosa para fascinar creyentes. Es la confrontación de dos mundos: el de la periodista escéptica y aquel otro que admite la posibilidad de lo sobrenatural. Es una confrontación entre la cordura y la locura, y a veces no se sabe cuál de las dos es cuál. Es un bosquejo de la identidad colombiana.

Lo mejor es que no pretende convencernos de nada.

Esta corta novela humaniza al ángel y mitifica al ser humano, tal vez por ir en sentido contrario de la creencia oficial. Porque como la narradora, que suena autobiográfica, dice: “Para creer en el ángel la Iglesia tuvo que quitarle los afectos, la carne y los huesos, y convertirlo en una fábula sosa producida por su propia invención¨.

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