Podía sentarme en cualquier parte de la sinagoga, a pesar de estar allí solamente como invitado, pero escogí un amplio balcón que se encontraba vacío. Desde allí vería todo, como si estuviera fuera de ello.
Era mi primera visita a una sinagoga y no sabía qué esperar. Escogí una de las que pertenecen al judaísmo de reforma que es la denominación más grande de judíos estadounidenses. A medida que aprendí algunos detalles de esta denominación detecté también la influencia del pensamiento occidental en esta tradición, tal y como sucede con varias denominaciones protestantes que lograron su auge en Estados Unidos.
Los judíos de reforma son unos tipos liberales. Conceden libertad de pensamiento a sus miembros, de manera que aunque en la sinagoga existe la autoridad del rabino, en la mente de cada cual se determina cómo llevar las observaciones de la tradición en sus vidas y cómo entender el Torah --el equivalente de la instrucción o enseñanza que se encuentra en los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio de la llamada “Ley de Moisés” o Pentauteco.
Estos judíos han ido más allá que los católicos y muchos protestantes en adaptar sus creencias a los tiempos, a pesar de partir ellos de una parte de las Escrituras que muchos de sus primos cristianos considerarían anticuada. Vienen del tiempo de aquel Dios vengativo del desierto.
El movimiento de reforma, por ejemplo, admite la igualdad de los sexos en vez de reservar el rabinado para los hombres. Estos judíos aceptan las costumbres de la vida moderna, desde el vestido hasta la tecnología. También tienen un compromiso social.
De hecho, este templo donde me encuentro denunció la cacería anticomunista que se dio en Estados Unidos en los cuarenta y los cincuenta. Este templo criticó el racismo durante la lucha por derechos civiles de los afroamericanos. Martin Luther King Jr. habló entonces desde su púlpito. Y, ahora, en esta época de antiterrorismo, la sinagoga mantiene relaciones abiertas con una mezquita y su imam.
Pero hay algo en lo que estos judíos no ceden, y son ciertos principios de fe. Para ellos, hay un sólo Dios, y es el mismo Dios que guió a sus antepasados fuera de Egipto. Es decir, un Dios que llamó a los judíos su “pueblo escogido”. Y los creyentes de este templo, al igual que los judíos de otras denominaciones, esperan todavía al Mesías. En ese sentido, la diferencia entre los de reforma y los más ortodoxos radica en que los primeros no esperan necesariamente a un Escogido de carne y hueso, sino un principio renovador que puede expresarse a través del mismo pueblo de Israel.
En fin, este templo no es un lugar que repele a una persona de pensamiento postmoderno, por llamarle de alguna manera. Incluso su pronunciación de fe admite otras posibilidades de culto: “Afirmamos la realidad y unicidad de Dios, aunque diferamos en nuestro entendimiento de la presencia Divina¨.
Pero a pesar de su amplitud de ideas, hay un asunto de dogma que continúa en el trasfondo: la distinción entre “judíos” y “gentiles”. Decir “gentil” es decir “no-judío”. Es decir, continúa una forma de entendimiento que efectivamente clasifica a la humanidad entre “nosotros” y “ellos”.
Aunque a un gentil, como yo, se le admite como miembro del movimiento --tras convicción personal, circuncisión en pacto con Dios y baño ritual por inmersión-- como una especie de judío adoptivo, todavía existe esa separación conceptual.
Sin embargo, desde aquel balcón, el ritual, la lectura sagrada, el cántico solemne, me parecieron muy cercanos, como si por regla todos los que conocemos la experiencia cristiana tengamos en sí mismos algo de judíos.
Aquellos hosannas que se usan para aclamar la divinidad son también parte de mi léxico. La historia del pueblo que cruza el desierto y atraviesa el mar para huir de la esclavitud me parece muy mía, muy de todos. La reverencia al Torah, cuya simple exhibición requiere que la congregación se ponga de pie, me habla de una apreciación casi literaria por el relato. Sus historias son como un código genético que nos cuentan de la fortaleza humana ante los accidentes de la existencia.
Esa misma historia que se convierte en relato devocional explica la evolución del judaísmo, casi como una defensa ante un génesis y un éxodo que son la marca característica de una humanidad en flujo constante.
En ese sentido, todos somos judíos.
Esta nota es parte de «El deseo de pertenecer», una serie ocasional sobre la fe, la religión y el culto que se manifiestan como el deseo de pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.
24 de febrero de 2007
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