“Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”.
--Pablo Neruda.
Una de mis primeras experiencias con el fenómeno de los escritores que se publican a sí mismos se dio cuando empezaba mi carrera periodística y andaba de asignación por la Roosevelt Avenue en el Queens hispano de Nueva York.
Hacía una de esas encuestas informales en las que repetíamos la misma pregunta sobre algún tema latinoamericano a unas diez personas, les tomábamos fotos y luego publicábamos una selección en el diario del siguiente día. Rara vez los encuestados sabían de qué hablaban.
Cuando uno se encontraba con un transeúnte informado dedicaba más tiempo a la conversación.
En esta ocasión fue un hombre de barba, bigote y pelo largo --todo un Jesucristo de lentes y baja estatura-- que acababa de salir de una bodega vulgar en una esquina cualquiera. Pero el tipo hablaba de manera coherente y en oraciones completas.
Le pregunté a qué se debía que estuviera tan bien informado.
Su respuesta: "Soy un escritor."
Esto dio pie a que él me contara de sus escritos y a que me pidiera que, de ser posible, los mencionara en mi artículo. Quería publicidad.
Antes de que le pudiera decir que no, desapareció de mi vista diciendo que me iba a proporcionar algunos de sus libros. "¿Sus libros?" --pensé-- “¿Y cuántos habrá escrito?”
No recuerdo el número pero se me antoja decir que regresó con cuatro o cinco de su autoría que sacó de algún lugar (imagino que del baúl de su carro) y autografió, sin que yo se lo pidiera. Por lo menos uno era una novela; otro un ideario político y un tercero una colección de ideas a contracorriente, cuya tapa era nada más y nada menos que una imagen pornográfica.
"¿Y quién te publicó?" -- le pregunté, aunque no recuerdo a qué vino la pregunta.
Lo que sí recuerdo es su contestación: "Yo mismo."
No lo demostré por caridad, pero tan pronto dijo que se había publicado él mismo dudé de la calidad de sus libros. Silenciosamente lo catalogué en mi mente como un loco más de los muchos que desvarían por las calles de Nueva York.
Semanas después abrí la novela en uno de esos momentos en que estaba en casa y no tenía nada qué hacer. Me sorprendí al descubrir que estaba bien escrita y que, en mi criterio, peores cosas se publican y venden por ahí. Este escritor prometía.
No fue hasta años después que me di cuenta de por qué se publicaba él mismo y andaba mendigando lectores en las aceras de la gran ciudad. Es muy difícil que un escritor cualquiera logre la atención de cualquier casa editorial, sobre todo un inmigrante que escriba en una lengua foránea a la cultura predominante. Hay muchos escritores serios a los que nadie toma en serio.
Pero está la otra cara de la moneda: los que piensan que escriben y, partiendo desde su ego distorsionado, imprimen algunas quinientas tarjetas de negocio en las que se ponen el título de poeta y empiezan a habitar el submundo de las tertulias literarias en busca de un público. A esos los he conocido también. No han leído una novela en su vida, pero la escriben.
¿A qué viene todo esto?
A que con los años me convertí en uno de estos seres: un autor que se publicó a sí mismo. Y, créanme, no fue nada fácil decidirlo. Desperté con dudas muchas noches y pensé que cometía un grave error, exponiendome al escarnio del qué dirán. Llegué a soñar una noche, previa a la publicación, que llegaba a una fiesta y de pronto me daba cuenta de que andaba completamente desnudo. A eso equivale lanzarse, poner su nombre en una cubierta y promocionar un libro.
No sabía yo que el destino de los que se autopublican no es tanto la vergüenza pública como lo es la apatía de los lectores que no reconocen tu nombre -- y esa persistente idea de que el libro que no trae el sello de alguna editorial no dice nada importante.
La recompensa, para mi, ha venido a largo plazo: a medida que un pequeño grupo de personas ha mostrado interés por ese embrión narrativo -- y en especial al encontrar en ese camino a otros jóvenes escritores que luchan contra la desidia y tienen suficiente fe en la expresión como para cometer ese acto de nudismo público.
Ahora sé que todo ello, todo este atrevimiento de darse permiso para existir, incluso con sus intentos fallidos, es parte de la más pura tradición literaria.
Recuerdo una graciosa historia que relató Pablo Neruda de sus inicios como poeta. Fue él mismo quien costeó la publicación de su «Crepusculario» en 1923. Y tuvo que vender los muebles, empeñar su reloj y su único traje negro para pagar la impresión.
El Neruda joven hasta necesitó dinero prestado, pero cuenta en su autobiografía que cuando el impresor finalmente le entrego su encargo salió “a la calle con [sus] libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría”.
Eso no te lo puede quitar nadie.