27 de octubre de 2009

Publicarse uno mismo

“Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”.

--Pablo Neruda.


Una de mis primeras experiencias con el fenómeno de los escritores que se publican a sí mismos se dio cuando empezaba mi carrera periodística y andaba de asignación por la Roosevelt Avenue en el Queens hispano de Nueva York.

Hacía una de esas encuestas informales en las que repetíamos la misma pregunta sobre algún tema latinoamericano a unas diez personas, les tomábamos fotos y luego publicábamos una selección en el diario del siguiente día. Rara vez los encuestados sabían de qué hablaban.

Cuando uno se encontraba con un transeúnte informado dedicaba más tiempo a la conversación.

En esta ocasión fue un hombre de barba, bigote y pelo largo --todo un Jesucristo de lentes y baja estatura-- que acababa de salir de una bodega vulgar en una esquina cualquiera. Pero el tipo hablaba de manera coherente y en oraciones completas.

Le pregunté a qué se debía que estuviera tan bien informado.

Su respuesta: "Soy un escritor."


Esto dio pie a que él me contara de sus escritos y a que me pidiera que, de ser posible, los mencionara en mi artículo. Quería publicidad.

Antes de que le pudiera decir que no, desapareció de mi vista diciendo que me iba a proporcionar algunos de sus libros. "¿Sus libros?" --pensé-- “¿Y cuántos habrá escrito?”

No recuerdo el número pero se me antoja decir que regresó con cuatro o cinco de su autoría que sacó de algún lugar (imagino que del baúl de su carro) y autografió, sin que yo se lo pidiera. Por lo menos uno era una novela; otro un ideario político y un tercero una colección de ideas a contracorriente, cuya tapa era nada más y nada menos que una imagen pornográfica.

"¿Y quién te publicó?" -- le pregunté, aunque no recuerdo a qué vino la pregunta.

Lo que sí recuerdo es su contestación: "Yo mismo."


No lo demostré por caridad, pero tan pronto dijo que se había publicado él mismo dudé de la calidad de sus libros. Silenciosamente lo catalogué en mi mente como un loco más de los muchos que desvarían por las calles de Nueva York.

Semanas después abrí la novela en uno de esos momentos en que estaba en casa y no tenía nada qué hacer. Me sorprendí al descubrir que estaba bien escrita y que, en mi criterio, peores cosas se publican y venden por ahí. Este escritor prometía.

No fue hasta años después que me di cuenta de por qué se publicaba él mismo y andaba mendigando lectores en las aceras de la gran ciudad. Es muy difícil que un escritor cualquiera logre la atención de cualquier casa editorial, sobre todo un inmigrante que escriba en una lengua foránea a la cultura predominante. Hay muchos escritores serios a los que nadie toma en serio.

Pero está la otra cara de la moneda: los que piensan que escriben y, partiendo desde su ego distorsionado, imprimen algunas quinientas tarjetas de negocio en las que se ponen el título de poeta y empiezan a habitar el submundo de las tertulias literarias en busca de un público. A esos los he conocido también. No han leído una novela en su vida, pero la escriben.

¿A qué viene todo esto?

A que con los años me convertí en uno de estos seres: un autor que se publicó a sí mismo. Y, créanme, no fue nada fácil decidirlo. Desperté con dudas muchas noches y pensé que cometía un grave error, exponiendome al escarnio del qué dirán. Llegué a soñar una noche, previa a la publicación, que llegaba a una fiesta y de pronto me daba cuenta de que andaba completamente desnudo. A eso equivale lanzarse, poner su nombre en una cubierta y promocionar un libro.

No sabía yo que el destino de los que se autopublican no es tanto la vergüenza pública como lo es la apatía de los lectores que no reconocen tu nombre -- y esa persistente idea de que el libro que no trae el sello de alguna editorial no dice nada importante.

La recompensa, para mi, ha venido a largo plazo: a medida que un pequeño grupo de personas ha mostrado interés por ese embrión narrativo -- y en especial al encontrar en ese camino a otros jóvenes escritores que luchan contra la desidia y tienen suficiente fe en la expresión como para cometer ese acto de nudismo público.

Ahora sé que todo ello, todo este atrevimiento de darse permiso para existir, incluso con sus intentos fallidos, es parte de la más pura tradición literaria.

Recuerdo una graciosa historia que relató Pablo Neruda de sus inicios como poeta. Fue él mismo quien costeó la publicación de su «Crepusculario» en 1923. Y tuvo que vender los muebles, empeñar su reloj y su único traje negro para pagar la impresión.

El Neruda joven hasta necesitó dinero prestado, pero cuenta en su autobiografía que cuando el impresor finalmente le entrego su encargo salió “a la calle con [sus] libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría”.

Eso no te lo puede quitar nadie.

17 de octubre de 2009

Qué hay detrás de un nombre.

Uno no escoge su nombre, y mucho menos su apellido. La denominación que se le da a uno en el mundo contiene la predilección de los familiares, la herencia, algo de la historia y esa costumbre humana de marcar la propiedad.

Con los años ese nombre llega a significar algo, que será distinto dependiendo de a quién se le pregunte, pero que en general representará una trayectoria, unas costumbres, unos gustos, unas condiciones -- un destino.

También una imagen. El nombre exige que uno sea quien es. Que seas el mismo que fuiste ayer. O que si cambias ese cambio sea gradual y no represente una ruptura del yo conocido. Por eso muchos religiosos se cambian el nombre después de la experiencia iluminadora y la resultante conversión.


Una amiga que tuve se cambió una vez el nombre, convencida de que su nueva identidad --extraída de la Biblia-- le pondría de lleno en el camino espiritual.

Nosotros, los que le conocíamos desde antes, tartamudeábamos a la hora de llamarle para cualquier cosa y, en vez de aceptar de una vez su nueva identidad, empezamos a evitar esos momentos en que la llamaríamos por su nombre.

Cuando ella no estaba ahí y nos referíamos a ella usábamos los dos nombres, algo así como decir: "Sara, o Inés, o como sea que ella se llame dijo que..." A estas aclaraciones añadíamos una retorcida de ojos o un gesto de negación con la cabeza.

En el fondo pensábamos: ¿a quién se le ocurre que con cambiarse el nombre cambiará su realidad?

Y entonces sucedió que nos acostumbramos. Cualquier día nos encontrábamos hablando de Inés sin referirnos a Sara. Hasta que Sara decidió que volvería a ser Sara.

Darse un nombre no es nada fácil, porque al abrir esa puerta sabemos que podemos cambiarlo a voluntad. Ya no es algo heredado que se nos impone, que aceptamos y con lo que al final nos identificamos; y que en algunos casos defendemos como cuestión de honor. Nuestra identidad se vuelve maleable y se reconoce, al fin, como pasajera.

Por otro lado, están los ejemplos de numerosos creadores que se han parido a sí mismos. En un sitio de la red, que mayormente cataloga el uso de seudónimos en Estados Unidos, aparecen más de diez mil nombres inventados.

Y por supuesto están los famosos: Voltaire, George Orwell, Pablo Neruda, Mark Twain, Gabriela Mistral, Stendhal.

Estas personas encontraron en sus nuevas identidades algo de liberación -- para expresarse, por lo menos en las etapas iniciales, sin que se interpusieran sus nombres de pila y personalidades de oficio.

Se dice que Voltaire usó más de 170 seudónimos mientras emprendía su carrera de escritor, separándose de François Marie Arouet, el hombre cuyo padre quería que fuese abogado. Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga usó varios nombres, incluyendo variaciones del propio, en la poesía que escribía fuera de su labor como educadora, hasta identificarse al fin como Gabriela Mistral. Neftalí Ricardo Reyes Basoalto escondió sus versos de su padre usando el nombre Pablo Neruda.

Esto, sin dudas, lleva a la imitación. Y habrá que decir que tal y como el hábito no hace el monje, el seudónimo no hace al escritor. Pero hay razones prácticas para que un hombre, una mujer, separe su personalidad de su trabajo, o cree una nueva personalidad para identificar su trabajo.

Es algo así como abrir una ventana.

Si lo escrito es bueno, la obra llegará más allá que la personalidad.

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