17 de octubre de 2009

Qué hay detrás de un nombre.

Uno no escoge su nombre, y mucho menos su apellido. La denominación que se le da a uno en el mundo contiene la predilección de los familiares, la herencia, algo de la historia y esa costumbre humana de marcar la propiedad.

Con los años ese nombre llega a significar algo, que será distinto dependiendo de a quién se le pregunte, pero que en general representará una trayectoria, unas costumbres, unos gustos, unas condiciones -- un destino.

También una imagen. El nombre exige que uno sea quien es. Que seas el mismo que fuiste ayer. O que si cambias ese cambio sea gradual y no represente una ruptura del yo conocido. Por eso muchos religiosos se cambian el nombre después de la experiencia iluminadora y la resultante conversión.


Una amiga que tuve se cambió una vez el nombre, convencida de que su nueva identidad --extraída de la Biblia-- le pondría de lleno en el camino espiritual.

Nosotros, los que le conocíamos desde antes, tartamudeábamos a la hora de llamarle para cualquier cosa y, en vez de aceptar de una vez su nueva identidad, empezamos a evitar esos momentos en que la llamaríamos por su nombre.

Cuando ella no estaba ahí y nos referíamos a ella usábamos los dos nombres, algo así como decir: "Sara, o Inés, o como sea que ella se llame dijo que..." A estas aclaraciones añadíamos una retorcida de ojos o un gesto de negación con la cabeza.

En el fondo pensábamos: ¿a quién se le ocurre que con cambiarse el nombre cambiará su realidad?

Y entonces sucedió que nos acostumbramos. Cualquier día nos encontrábamos hablando de Inés sin referirnos a Sara. Hasta que Sara decidió que volvería a ser Sara.

Darse un nombre no es nada fácil, porque al abrir esa puerta sabemos que podemos cambiarlo a voluntad. Ya no es algo heredado que se nos impone, que aceptamos y con lo que al final nos identificamos; y que en algunos casos defendemos como cuestión de honor. Nuestra identidad se vuelve maleable y se reconoce, al fin, como pasajera.

Por otro lado, están los ejemplos de numerosos creadores que se han parido a sí mismos. En un sitio de la red, que mayormente cataloga el uso de seudónimos en Estados Unidos, aparecen más de diez mil nombres inventados.

Y por supuesto están los famosos: Voltaire, George Orwell, Pablo Neruda, Mark Twain, Gabriela Mistral, Stendhal.

Estas personas encontraron en sus nuevas identidades algo de liberación -- para expresarse, por lo menos en las etapas iniciales, sin que se interpusieran sus nombres de pila y personalidades de oficio.

Se dice que Voltaire usó más de 170 seudónimos mientras emprendía su carrera de escritor, separándose de François Marie Arouet, el hombre cuyo padre quería que fuese abogado. Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga usó varios nombres, incluyendo variaciones del propio, en la poesía que escribía fuera de su labor como educadora, hasta identificarse al fin como Gabriela Mistral. Neftalí Ricardo Reyes Basoalto escondió sus versos de su padre usando el nombre Pablo Neruda.

Esto, sin dudas, lleva a la imitación. Y habrá que decir que tal y como el hábito no hace el monje, el seudónimo no hace al escritor. Pero hay razones prácticas para que un hombre, una mujer, separe su personalidad de su trabajo, o cree una nueva personalidad para identificar su trabajo.

Es algo así como abrir una ventana.

Si lo escrito es bueno, la obra llegará más allá que la personalidad.

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